El pasado 31 de agosto el presidente de los Estados Unidos decretó, por fin, el final de la invasión comenzada en marzo de
Aunque formalmente el hecho representa la concreción de la orden girada por la Casa Blanca el 27 de febrero de 2009. En sí se trataba de cumplir una de las promesas de campaña de Barack Obama. Mas no debe olvidarse que la medida también tiene un sesgo electoral, pues a principios de noviembre habrá elecciones legislativas en EE.UU. La golpeada popularidad tanto del presidente como de su partido, el Demócrata, representa un riesgo a la mayoría que hasta ahora han tenido. Para Obama es indispensable explotar este tipo de situaciones en las cuáles se cumple con promesas electorales para rescatar algo de la popularidad perdida antes que el conservadurismo del Partido Republicano se adueñe del derecho de veto al presidente. De ahí que en su mensaje del 31 de agosto, en que anunciaba el cumplimiento del repliegue militar, Obama haya dicho que la “nueva misión central” es la de reconstruir la economía estadounidense.
Más allá de las declaraciones, el retiro tiene implicaciones más profundas tanto para los estadounidenses como para la clase trabajadora mundial. Es una obligación de todo revolucionario esforzarse por comprender el fenómeno en toda su complejidad. Dado lo anterior, aquí intentaré establecer algunos elementos que enriquezcan el entendimiento.
1. La otra guerra de los siete años
Independientemente de su origen, los atentados del 11 de septiembre de 2001 marcaron un punto de inflexión de la política exterior estadounidense. Antes de ellos, el apoyo que el imperialismo estadounidense le daba a sus naciones aliadas que enfrentaban terrorismo en sus territorios, como en el caso de Israel y España. Sin embargo, su involucramiento nunca fue directo. De hecho en el caso palestino-israelí los gobiernos estadounidenses se presentaron continuamente como mediadores. Internamente, EE.UU. ya había enfrentado pequeñas células terroristas impulsadas por el cristianismo extremista y el neoluddismo, recuérdense los casos de Timothy McVeigh y Ted Kaczynski Unabomber.
Después de aquél 11 de septiembre, EE.UU. se convirtió en una nación agresiva en el combate al terrorismo. Con ese pretexto el imperialismo lanzó la invasión a Afganistán el 7 de octubre de 2001 con el respaldo y participación de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). En realidad esa política militarista llegó en un momento adecuado para el imperialismo. Por una parte, sirvió para legitimar a un gobierno neoconservador (practicante del pragmatismo postulado por Leo Strauss) que había llegado al poder en medio de fuertes sospechas de fraude electoral. Por la otra, sirvió como válvula de salida para la crisis económica que azotó a los EE.UU. y al mundo en ese 2001.
Envalentonado con el éxito obtenido en Afganistán, el gobierno de George W. Bush se atrevió a impulsar, en 2002, una nueva invasión bélica multilateral. Con la finalidad de convencer al mundo de actuar en defensa de sus intereses, el imperialismo yanqui, manipuló los informes de inteligencia sobre el armamento iraquí. La sobreestimación de tal arsenal no tuvo las repercusiones deseadas pues Rusia, Francia y China se opusieron en el Consejo de Seguridad de la ONU a que se lanzase una ofensiva contra el Irak de Sadam Hussein. En su obcecación por conseguir que el mundo diese su venía a la empresa intervencionista, George W. Bush llegó al extremo de hacer personal la cruzada contra Hussein cuando en septiembre de 2002 señaló que el presidente iraquí había sido “el tipo que intentó matar a mi papá”. Esto en clara alusión al atentado descubierto por la CIA en abril de 1993 en Kuwait que pretendía aprovechar la visita del ya expresidentes estadounidense para detonar un coche-bomba al paso del cortejo de Bush padre.
La camarilla comandada por Bush jr. consiguió el apoyo de Gran Bretaña y España, con lo cual la invasión comenzó el 20 de marzo de 2003. Originalmente el plan era conseguir una rápida victoria militar en Irak que culminase con la destitución de Sadam Hussein y su partido Baaz. Después de seis semanas, el 1 de mayo, el propio presidente de los EE.UU., George W. Bush, declaró el final de la guerra. Sin embargo, a partir de ese momento la guerra civil en contra de las fuerzas invasoras se endureció.
Desde entonces, la estrategia estadounidense se concentró en explotar las diferencias étnicas que había fomentado durante años. Al final de la Operación Tormenta del Desierto de 1991, el entonces presidente de los EE.UU., George Bush (padre) comprendió que era importante mantener al frente del gobierno iraquí a un Sadam Hussein debilitado política y militarmente. En cambio, durante la presidencia de Bill Clinton en 1996 la estrategia respecto a Irak cambió radicalmente. La propia Secretaria de Estado, Madeleine Albraight, asentó la necesidad de derrocar a Hussein bajo el argumento de proteger a la minoría kurda que estaba siendo perseguida. Para octubre de 1998 el propio Clinton firmó la Iraq Liberation Act, una ley que autorizaba que el propio gobierno estadounidense financiase a las siete principales organizaciones partidarias iraquíes de oposición.
Así, la intensa defensa popular fue contrarrestada con la segregación de la sociedad iraquí. Los insurgentes conformaron un bando que defendía los principios del laicismo postulados por el partido Baaz. De otro lado estaban las fuerzas sunnitas encabezadas por las milicias kurdas y que eran la médula espinal del ejército organizado por el imperialismo estadounidense. En un tercer bando se encontraban las milicias chiítas, cuyo apoyo principal provenía de Irán. Entre otros analistas, Alfredo Jalife-Rahme, sostiene que en algún momento la intención de las fuerzas de ocupación era tener la posibilidad de resolver el la guerra con la balcanización de Irak. Tal propuesta que tiene algunos elementos objetivos que la hacen plausible habría creado tres Estados del actual Irak.
Sin embargo, la suma de factores entre la resistencia iraquí, las protestas tanto en el mundo como en Estados Unidos y el cambio derrumbe electoral de los republicanos en las elecciones presidenciales estadounidenses de 2008, fueron factores que permitieron redefinir nuevamente la política sobre la invasión.
2. Petróleo iraquí
Uno de los grandes dolores de cabeza del imperialismo estadounidense fue la revolución iraní de 1979. Para los EE.UU. el declive petrolero comenzado desde comienzos de esa década habían convertido al Medio Oriente en una región estratégica por sus grandes reservas petroleras. Durante años, junto al imperialismo británico, los gobiernos estadounidenses apoyaron al Sha Mohammad Reza Pahlevi. Cuando éste fue derrocado por la revolución chiíta encabezada por el Ayatolá Ruhollah Jomeini (descendiente de Mahoma), los acercamientos con occidente fueron cortados de tajo. Eso preocupó al imperialismo dado que el capital monopolista de las principales empresas petroleras británicas y estadounidenses tenía intereses en Irán. Con la intención de derrotar a la revolución iraní, la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) comenzó darle todo su apoyo al gobierno iraquí de Sadam Hussein, quién desde 1980 le declaró la guerra a Irán. Unos años después el asunto derivó en el escándalo de corrupción Irán-Contra. En el que se comprobó que EE.UU. entregó armamento, financiamiento y capacitación tanto a milicias iraquíes como a opositores al gobierno sandinista en Nicaragua. Como parte de ese suceso quedó revelado que una política de los organismos de inteligencia estadounidenses es la de fomentar el narcotráfico. En aquella oportunidad las sospechas se centraron en la relación entre la CIA con los cárteles encabezados por Pablo Escobar en Colombia y Amado Carrillo Fuentes en México.
En medio de todo el embrollo, Hussein aprovechó el respaldo y dinero estadounidense para desarrollar la industria petrolera iraquí. Para 1980 las reservas probadas de petróleo en Irak alcanzaban los 30,000 millones de barriles. Diez años después, en 1990 habían llegado a los 100,000 millones, solamente debajo de las reservas petroleras de Arabia Saudita.
La doble motivación estadounidense, los nexos con la CIA y su importancia petrolera, hicieron creer a Hussein que su régimen estaba lo suficientemente fortalecido para intentar la invasión de Kuwait. Así en 1990 el ejército iraquí se apoderó del pequeño emirato vecino, pero el cálculo fue inexacto pues los intereses de las petroleras estaban respaldados por el propio presidente estadounidense, George Bush (quién además de haber sido director de la CIA durante la presidencia de Gerald Ford) provenía de una familia ligada a los intereses de las petroleras. Al verse afectadas por la invasión iraquí, las compañías solicitaron la intervención del imperialismo, el cuál ni tardo ni perezoso comenzó la guerra en enero de 1991. Tal suceso quebró el respaldo que tenía Hussein. A partir de entonces las relaciones entre EE.UU. e Irak se enfocaron en el intento del primero por socavar las fuerzas del otro.
Durante toda la década de 1990 el presidente iraquí fue el villano favorito de los estadounidenses. Aunque su gobierno consiguió mantener cierta estabilidad, pese al acoso de los organismos militares y financieros internacionales, gracias a sus ingresos petroleros.
Para 2001 la crisis económica evidenció la urgencia de los EE.UU. por controlar las fuentes de energéticos. Por ello, tras los atentados del 11 de septiembre y la subsecuente guerra contra Afganistán, los EE.UU. decidieron poner en la mira a su adversario más desafiante en la península arábiga: Irak.
La hegemonía estadounidense requería de seguir incrementando su déficit comercial. Lo cuál le exigía ampliar su oferta monetaria. Todo ello con el afán de apropiarse de la producción de otros mercados, para lo que sería clave el petróleo, e incrementar la circulación de mercancías en su mercado interno.
Durante los años de ocupación, los EE.UU. introdujeron a sus compañías petroleras, principalmente a Halliburton (vinculada al ex vicepresidente Dick Cheney). No obstante, al irse abriendo el espacio, debido a la presión internacional, las compañías petroleras estadounidenses tuvieron que ceder ante otras.
3. La boca del pez
El anuncio de George W. Bush del 1 de mayo de 2003 sobre el triunfo militar no fue más que un espejismo. El control que se pretendía tener sobre el territorio iraquí estaba muy lejos de ser cierto. Por años se intentó crear la imagen de progresiva pacificación. Primero se abrió un proceso de elecciones democráticas, después se convocó a la elaboración de una Constitución y finalmente se pretendió la instalación de ese gobierno legalizado. La idea era convencer tanto a los iraquíes como al resto del mundo de la bondad que había sido le intervención armada del imperialismo.
Sin embargo, las operaciones armadas continuaron. Las guerrillas urbanas y rurales que buscaban expulsar a los invasores no cejaron en sus intentos. El intento por balcanizar a Irak tampoco cuajó. En cambio, las noticias sobre la continuidad de la guerra, las ofensivas de la resistencia y los excesos de las fuerzas de ocupación contra la población civil iraquí pronto se fueron extendiendo por el mundo. Pronto, a Irak se le comenzó a comparar, con insistencia creciente, con Vietnam (1964-1975). Para 2008 la invasión a Irak se había vuelto impopular en los EE.UU. Entre los soldados que regresaban muertos o gravemente afectados y el desprecio internacional, la discusión sobre el retiro de tropas se fue haciendo cada vez más general. La situación fue bien sensibilizada por el candidato Obama. Aunque ya como presidente se encontró con las presiones del capital monopolista y el de las fuerzas armadas que pretendían mantener y reforzar la invasión.
Sin embargo, los resultados insatisfactorios que el gobierno de Obama ha rendido al enfrentar la crisis económica, le han obligado a buscar otros medios para mantener legitimidad. Así, la desocupación que ahora se anuncia es producto de esas presiones a las que está sometido el presidente estadounidense.
4. Después de la tormenta
La multilateralidad implícita en el asunto iraquí posibilita tener a la mano una gran cantidad de materiales indispensables para comprender muchos otros asuntos. Uno de ellos es, sin duda, que se ha iniciado una tendencia hacia las confrontaciones entre imperialismos. El que dos imperialismos tan connotados como el alemán y el francés se hayan opuesto a los planes beligerantes de EE.UU. es un elemento que apunta en esa dirección. Lo cuál quedó reforzado por la negativa de dos aspirantes a imperialismos, China y Rusia.
En segundo lugar, quedó exhibido el progresivo debilitamiento que está padeciendo la hegemonía estadounidense. No solamente fue incapaz de imponer sus demandas en 2003 sino que hasta fue incapaz de hacer valer una supremacía armamentista enorme. En lugar de arrasar a la famélica resistencia iraquí, la prolongada guerra terminó por erosionar la credibilidad político-militar de los estadounidenses. A ello es preciso sumar la incapacidad para garantizarle a sus monopolios protegidos el control sobre las reservas petroleras iraquíes. En el reparto del botín al imperialismo estadounidense no le quedó más remedio que compartir los campos petroleros con la británica British Petroleum (BP), la francesa Total y la anglo-holandesa Royal Dutch Shell. Además, la ley petrolera de 2007 no consiguió avances espectaculares en la desnacionalización de la industria, la Compañía Nacional de Petróleo de Irak (INOC, por sus siglas en inglés) sigue siendo la más importante. Pues, a pesar de haberse reducido su control a solamente 17 de los 80 campos existentes, el resto de las actividades de la industria petrolera siguen siendo controladas por la INOC.
En tercer lugar, el retiro de las fuerzas de ocupación en Irak deja en relativo estado de aislamiento a Israel, un Estado aliado incondicional del imperialismo yanqui que pese a su poderío económico, financiero, político y militar no ha conseguido doblegar a sus vecinos ni exterminar al pueblo palestino.
En cuarto lugar, el control político sobre Medio Oriente ha quedado más abierto que nunca. Los problemas económico-financieros del imperialismo estadounidense le impiden recomponer su dominio sobre esa región. Sin embargo, ninguna de las naciones competidoras o en ciernes de serlo (como China o Rusia) posee de un plan que les permita introducirse en la región. Así, la trascendencia energética del Medio Oriente mantiene su potencial como generadora de conflictos entre potencias.
Finalmente, los conflictos internos de Irak que habían sido controlados por Saddam Hussein apenas se manifestaron durante la ocupación estadounidense. Sin embargo, entre la falta de mecanismos de concertación entre grupos étnicos, y los intereses vecinos que bien podrían atizar las rencillas internas, no sería extraño que al igual que la África postcolonial, Irak entrase en un proceso de balcanización que incluiría guerras civiles. Ni la muerte ni la derrota son opciones: ¡NECESARIO ES VENCER!
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