viernes, septiembre 03, 2010

Memoria Proletaria 14: ¿Bicentenario de la Independencia?

Introducción

En el año en que se festeja el bicentenario del inicio de la guerra de independencia mexicana, que no el bicentenario de México, los ejercicios ideológicos abundan con exceso. En algunos casos se pretende una reflexión seria sobre el significado que tuvo la independencia así como los resultados que ha tenido. También han proliferado los anecdotarios que satisfacen la curiosidad de los eruditos o aspirantes a ello y las trivializaciones más groseras del movimiento insurgente (como aquella de sacar a orear los huesos de los próceres y exhibirlos como si fuesen trofeos deportivos).

No es que anteriormente este tipo de actividades estuviesen ausentes de la historiografía de la independencia mexicana. Por el contrario, tanto la independencia como toda la historia del país están plagadas de ejercicios de ese tipo. La diferencia es que el pretexto del bicentenario los ha multiplicado. Obviamente dejando mejores ganancias para aquellos vivales que aprovechan para hacer negocio con el tema de moda.

Pese a la supuesta influencia del materialismo histórico en México a mediados del siglo XX, lo cierto es que en realidad ni el conjunto del desarrollo patrio ni menos el movimiento de independencia han tenido una explicación científica, se omite el análisis de clase. A lo que se reducen los supuestos estudios marxistas y estructuralistas sobre el tema es a emplear una jerigonza radicaloide, que en realidad está mal empleada y vacía toda clase de contenidos a los conceptos. Muestra de ello son los trabajos que se han publicado en la historiografía mexicana. Incluso trabajos tan completos como la Historia General de México, editada por el Colegio de México, carecen de una interpretación materialista. En realidad eso es una verdadera pena, dado que técnicamente muchos de los historiadores en México están bien capacitados técnicamente. Ya a mediados del siglo XIX intelectuales de la talla del conservador Lucas Alamán o del liberal José María Luis Mora habían recopilado una masa documental importante. A tal grado que cada uno tuvo elementos suficientes para justificar sus posiciones políticas.

Comprender el desarrollo de la lucha de clases en México implica desplegar un trabajo de comprensión con base en una perspectiva materialista. Incluyendo el proceso de la independencia. No es la finalidad del presente texto presentar una versión acabada que explique el período de formación nacional. Por el contrario, se trata de abrir una discusión seria que permita construir una explicación materialista del devenir histórico de México, y en particular, de su independencia. Por supuesto que habrá especialistas más versados en los pormenores del período histórico que sean capaces de profundizar más una explicación materialista que, por ese carácter científico, le sea útil a la clase obrera para avanzar en la formación de niveles superiores de consciencia. En oposición a la versión inocua que se ofrece al pueblo desde las instituciones del gobierno.

Por cierto, sobre la concepción que los capitalistas, y en especial sus administradores panistas, difunden a toda hora en todos los medios a su alcance. La banalización del movimiento insurgente refleja las ideas antisociales que emanan la ideología humanista de Acción Nacional. En primer lugar los festejos del supuesto bicentenario de México, que en este año apenas cumpla 189 años de constituido, todos los festejos se centran exclusivamente en la guerra de Independencia. La Revolución de 1910, aunque se menciona su centenario, en realidad ha sido prácticamente excluida de los festejos que organiza la comisión de festejos que organizó la Secretaría de Gobernación y que tiene al frente a José Manuel Villalpando un intelectual del establishment con una larga colección de títulos nobiliarios modernos (académicos), pero cuyo trabajo como profesional de la historia deja mucho que desear. Tampoco se hace la menor referencia a momentos clave como la disputa entre liberales y conservadores por implantar un modelo de nación diametralmente opuesto, disputa que permitió la invasión estadounidense de 1847 y la francesa de 1862-1867. Además, en el discurso oficial del bicentenario la causa es reducida a los personajes sobresalientes, a la vez que estos son igualados hasta el punto en que las diferencias de objetivos desaparecen misteriosamente. Así, se crea la ficción de un Morelos hermanado con un Iturbide por la causa independentista. Una Leona Vicario sin diferencia alguna con Gertrudis Bocanegra.

En cierto sentido tienen razón aquellos que critican la organización de los festejos de los centenarios al decir que justamente este gobierno no tiene ganas de celebrar. No las tiene ni las puede tener porque la ideología con que se ha ido forjando al país tiene dos características completamente contrarias al ser de los panistas: 1) el carácter progresista de los liberalismo triunfante tras las guerras de Reforma y la Revolución Mexicana, y 2) el papel activo (revolucionario) del pueblo en los grandes cambios del país. Aplanar la historia nacional de manera que el pueblo mexicano la olvide sería el gran logro tanto de los panistas como demás neoliberales. Así le sería mucho más sencillo imponer su programa neocolonial de gobierno.

La única alternativa que los trabajadores tenemos para rescatar el proyecto revolucionario de nación. Abriendo al mismo tiempo la posibilidad de conseguir una revolución socialista implica hacer el esfuerzo por generar explicaciones más precisas, científicas; para expandir la conciencia de clase. Ojalá que las presentes notas sean de utilidad para comenzar a construir esa explicación materialista.

Tiempos de Revoluciones Burguesas

Parte de la desactivación de la historia como herramienta cognitiva revolucionaria es el procedimiento de abstraer los hechos. De tal manera se genera la apariencia que cada proceso histórico es absolutamente independiente de otros. El enfoque que se la ha dado en el discurso oficialista a la guerra de Independencia incurre en ese defecto. Cuando más se reconoce como una simple coincidencia que en la misma ocurrieron las guerras de independencia de otras naciones de América Latina como la de Argentina.

Sin embargo es preciso subrayar que la gesta mexicana se inscribió en una etapa de la historia mundial plagada de transformaciones revolucionarias. Por principio de cuentas hay que recordar que las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX fueron tiempos de consolidación de la acumulación originaria del capital. La expansión internacional del mercado inglés, que fue posibilitada por la invención de la máquina de vapor la cual dio pie a la Revolución Industrial, estimuló la codicia de la burguesía mundial. En diversas partes del mundo, al mismo tiempo, rápidamente se desarrollo la contradicción entre la añeja estructura precapitalista y la necesidad de los capitalistas por consolidar un mercado interno, para lo cuál les urgía transformar toda la articulación del Estado. Así fueron posibles procesos tales como la Independencia de las 13 colonias, la Revolución Francesa (véase Memoria Proletaria 12: El revolucionario julio), así mismo las independencias de América Latina (ver Memoria Proletaria 2: Plebe independentista).

En Inglaterra el proceso revolucionario, la Revolución Incruenta fue algo menos violento gracias a que la burguesía había conseguido infiltrar espontáneamente al Parlamento. Sumado a la fragilidad que para entonces ya demostraban tanto la aristocracia nobiliaria como la monarquía. En cambio, en el resto del mundo las luchas revolucionarias tuvieron un gran componente de violencia debido a las resistencias de una clase hegemónica mucho más consolidada y vigorosa.

La Francia de la dinastía Bourbon tenía fuertemente centralizado el control político en el monarca. Mientras la nobleza y el alto clero vivían en una situación de gran privilegio con respecto al resto de la sociedad francesa. Esto contribuyó a que los intentos de la burguesía por desprenderse de los controles políticos que mermaban su capacidad para la libre cumulación de capital requiriesen de una mayor violencia. Algo similar había ocurrido un poco antes durante el movimiento de independencia de las 13 colonias (Estados Unidos) y también sucedió posteriormente en el caso de las colonias que la Europa latinizada mantenía en América.

En todos los casos anteriores el carácter revolucionario no solamente estuvo definido por la bancarrota de las estructuras económicas precapitalistas ni por el colapso de los Estados absolutistas. A esos dos factores es preciso agregar la vitalidad que le infundió a las masas el pensamiento de la Ilustración, el cuál sirvió como teoría revolucionaria.

No se debe olvidar en ningún momento que el resultado de las transformaciones sociales acaecidas en esta época fue la consolidación de los mercados internos de las principales potencias decimonónicas: Francia y Gran Bretaña. Lo que además del esfuerzo por redireccionar las fuerzas productivas nacionales en función de la propiedad privada capitalista: de la integración del mercado, también exigió una mayor actividad comercial con el mercado mundial. Lo que incrementó las posibilidades de hacer fortunas fáciles y rápidas en las demás naciones, lo que terminó propagando las insurrecciones revolucionarias en el mundo.

La vieja España

Si en el siglo XVII la hegemonía española sobre el mundo había sido sepultada con la Guerra de los 30 años y la subsecuente firma de la Paz de Westfalia, el advenimiento del siglo XIX significó el sepulcro definitivo del Imperio Español. El inmenso poderío que durante el siglo XVI erigieron Carlos I (1516-1556) y Felipe II (1556-1598) fue debilitándose con el paso de los siglos hasta que la invasión de Napoleón a España en 1808 le dio la estocada final.

El fallecimiento sin descendencia del rey de España, Carlos II de Habsburgo (mejor conocido como El Hechizado), en 1700 abrió el camino para el ascenso de la dinastía Borbón, emparentada con la realeza francesa, al trono español. El cuarto rey de este linaje, Carlos III (1759-1788), realizó una serie de reformas que pretendían, al igual que en Francia, implementar el despotismo ilustrado. Es decir, una monarquía absolutista pero que basaba su control ideológico en los principios de la filosofía iluminista del siglo XVIII. Dichas reformas fueron conocidas posteriormente como Reformas Borbónicas. El objetivo que se perseguía era impulsar el desarrollo económico del imperio pero centralizando los beneficios en la corona, y concentrar más el poder político en la figura del rey. Sin duda que tales postulados estaban en el camino de modernizar al imperio español. Sin embargo, a la muerte de Carlos III heredó la corona imperial su hijo Carlos IV (1788-1808), quién al enterarse de la Revolución Francesa se atemorizó del pensamiento ilustrado e intentó dar un viraje hacia un gobierno absolutista más conservador.


Carlos III, rey de España de la dinastía Borbón


En términos económicos el resultado fue una nueva época de bonanza en las colonias americanas que servía para financiar a España. Aunque también generó una escalada de la corrupción de los funcionarios reales. Pese a todo, esas condiciones permitieron la conformación de una reducida clase burguesa que, para colmo se caracterizó por ser bastante timorata. Del lado opuesto, los grandes perjudicados fueron los criollos y los comerciantes extranjeros cuyas concesiones fueron revocadas.

En medio de esas condiciones contradictorias de descomposición política y social frente a cierta recomposición económica, es que el imperio español arribó al siglo XIX. La decadencia era patente. Militarmente España ya ni siquiera era la sombra de aquella Armada Invencible de la época de Felipe II, lo que se hizo evidente en la derrota que sufrieron, junto a los franceses, a manos de la marina inglesa en la batalla de Trafalgar en 1805. Era solamente cuestión de tiempo para que la Francia bonapartista se anexase el reino de España.

Castas: organización social en quiebra

La ideología medieval mediante la cuál Carlos I erigió su enorme imperio intercontinental se basó en dos puntales: la superioridad tanto de la pureza de sangre y la del cristianismo católico. Esos elementos habían conseguido unificar a los pueblos españoles para conseguir la expulsión de los moros hacia finales del siglo XV. Por lo que no era extraño que el rey Habsburgo explotase esas ideas para expandir sus dominios y administrar los territorios del nuevo mundo. La promesa real de entregar en recompensa grandes extensiones de terreno con todo y sus recursos, además de la servidumbre para explotarla, fueron incentivo más que suficiente para atraer la codicia de muchos europeos, principalmente blancos de los diversos pueblos españoles aunque no exclusivamente, hacia América. Esa medida semi-feudal tuvo su contraparte en el sometimiento por la fuerza de los pueblos indígenas a regímenes de servidumbre y la reducción a la esclavitud de seres humanos arrancados de su natal África.

Esta jerarquización social práctica produjo que más tarde el mismo mestizaje estuviese sujeto al predominio con base en el origen étnico. Por cierto determinismo geográfico los blancos nacidos en América, criollos, eran concebidos por la corona como inferiores a los originarios de Europa; aunque eso sí, muy superiores al resto de las castas. De ahí en fuera, los mestizos, mulatos, zambos, cambujos, moriscos, albinos, castizos, salta atrás, no te entiendo, tente en el aire, lobos, coyotes y demás; eran relegados socialmente conforme más impura era su cuna.


Cuadro de Castas en la Nueva España


La jerarquización racial pronto tuvo estrecha relación con la estratificación en clases. Muy frecuentemente clase y casta fueron un mismo fenómeno. A tal grado que para muchos historiadores han pasado por alto que conforme la evolución internacional de la economía hacia el capitalismo, aunado a la subsecuente imposibilidad para identificar con precisión la casta de muchos individuos dada la multiplicación de éstas, la correlación casta-clase dejó de operar.

A lo largo del siglo XVIII novohispano, se fue consolidando la burguesía rentista que ya mencioné líneas arriba. La mayor parte de sus integrantes fueron criollos cuya heredad provenía de sus padres peninsulares. Sin embargo, aunque toda esa burguesía era de origen criollo, ni remotamente se puede pensar que todos los criollos fuesen rentistas. Paralelamente se fue conformando una pequeña burguesía entre los profesionistas, actividades que no estaban exclusivamente restringidas a los españoles, también fue ejercida por mestizos como en el caso de José María Morelos y Pavón. Por su parte los gremios artesanales tampoco estaban ceñidos, en la práctica, como actividad exclusiva de una casta, sino que formaban una clase social independientemente de su origen étnico. La corrupción fue otro elemento que desdibujó las ordenanzas administrativas dadas por la corona española sobre las castas.

La contradicción entre la realidad económica y social contra los postulados jurídicos fue otro de los elementos que contribuyó a limitar el desarrollo de las colonias, especialmente de la Nueva España. La concentración del poder político en manos de los realistas peninsulares fue un obstáculo que impidió a los propietarios de las grandes haciendas y minas la posibilidad de incrementar su comercio libremente con Inglaterra y Francia. Al mismo tiempo, la propiedad de la Iglesia sobre una gran cantidad de terrenos, limitaron la capacidad de desarrollar una actividad agropecuaria más sólida. Estos dos factores hicieron escaso e ineficiente la generación e inversión de capitales.

Para los historiadores seguir solamente el camino de la legislación colonial representa incurrir en el mismo error cometido por las autoridades novohispanas.

Nación criolla

La creciente brecha que en la práctica se generó entre las clases sociales y el concepto de castas derivó en una ideología concreta: la identidad criolla. En su ensayo de 1992, Del gachupín al criollo. O de cómo los españoles de México dejaron de serlo, la doctora Solange Alberro argumentó en términos bastante claros la manera en que se fue dando la adaptación práctica de los españoles a las sociedades conquistadas. La exposición cotidiana fue permeando las costumbres traídas desde España. El tiempo de permanencia en la Nueva España, sobretodo a través de las sucesivas generaciones, fue un factor para que esos españoles asumiesen nuevos comportamientos ajustados a la sociedad en que se desarrollaron. Al nacer y hacer su vida en la Nueva España los criollos eran los más claramente expuestos a reproducir e incluso ampliar esas nuevas prácticas.

Otro elemento clave para colocar a los criollos como un segmento decisivo dentro de la sociedad novohispana, pese a ser una minoría en ella, al mismo tiempo que estaba limitada por las ordenanzas imperiales sobre las castas; fue el poder económico que acumularon a lo largo de las décadas. No se olvide que los europeos que llegaron a América para hacer fortuna se apropiaron de diversas tierras. Pero al permanecer durante el resto de sus días usufructuando sus propiedades novohispanas, tenían que hacer su vida en la colonia lo que comúnmente implicaba integrar su propia familia. Los hijos nacidos en América eventualmente heredaron las tierras de sus padres y con ello los medios de vida. La situación privilegiada de esos criollos les facilitó el acceso a un desarrollo cultural-profesional de tipo europeo. Pero, en contraste con esas condiciones ventajosas, la corona los restringió políticamente, lo cuál fue un grave error.

En resumen, los criollos quedaron relegados a un segundo plano social muy alejado de la aristocracia proveniente de Europa. Aunque también muy por encima de la miseria de las masas populares. Limitar las posibilidades de crecimiento personal en términos político-sociales no significó extinguir las aspiraciones de grandeza de muchos criollos. Ante esa relativa marginación de los blancos nacidos en América, éstos tuvieron una reacción muy fuerte: la estructuración de una ideología propia. Ésta fue una combinación de los anhelos de ascenso social y del rescate de ciertos aspectos provenientes de la elite indígena precolombina. Una ideología híbrida que sirvió para distinguir a los criollos de los peninsulares.

Esas formas de pensamiento pronto se fueron infiltrando en el resto de las castas subordinadas de la sociedad novohispana. Así, tanto para bien como para mal esa mezcolanza creada por los europeos nacidos en América es la que forjó la base de la identidad mexicana como pueblo. El culto a la virgen de Guadalupe (traída por el mismo Hernán Cortés y fusionada por los criollos con el culto a la diosa Tonantzin) como patrona de los mexicanos en oposición, el nostálgico encumbramiento del pasado indígena en contraste con el desprecio a los pueblos indígenas contemporáneos, el estilo barroco del habla cotidiano de los mexicanos, e incluso el desarrollo de buena parte de la alta cultura mexicana fueron características creadas por estos criollos novohispanos.

Conspiraciones y guerras criollas

Al retrotraerse a la situación imperante en la España de los primeros años del siglo XIX, nos encontramos con una nación en franca descomposición. El pensamiento absolutista con que pretendían gobernar los Borbón era incompatible con el contexto mundial. El temor a que el fervor revolucionario francés se contagiase al pueblo español condujo a Carlos IV a someterse al imperio Napoleónico como su aliado. Pero en medio de la lucha entre las grandes potencias imperiales: Inglaterra y Francia, quedó exhibida en todo su esplendor la gran debilidad del imperio español. El rey cometió dos grandes errores frente a Napoleón. Primero aceptó las presiones de éste para restituir a Manuel Godoy como Primer Ministro de España y la falta de reformas para modernizar la economía, pues el soberano temía excitar los ánimos revolucionarios del pueblo, tal como había ocurrido en Francia unos años antes.

Godoy firmó, a nombre de Carlos IV, con el emperador francés los Tratados de Fontainebleau en octubre de 1807 para la invasión conjunta de Portugal. Las continuas guerras en que participó España a finales del siglo XVIII e inicios del XIX terminaron por agotar el tesoro real, lo que derivó en una depresión económica española. Ese par de eventos complicó la situación del rey pues unas cuantas semanas después de la firma de los tratados el hijo de Carlos IV, Fernando VII, encabezó la Conjura de El Escorial, pero fue descubierta y el propio Fernando terminó delatando a sus partidarios.

La situación se agravó con el ingreso del ejército francés a tierras españolas so pretexto de estar de paso rumbo a Portugal. El pueblo estaba cada vez más inconforme con Carlos IV, lo que nuevamente intentó aprovechar Fernando VII y sus partidarios. En marzo los fernandistas encabezaron el Motín de Aranjuez. Así como resultado del levantamiento, el 19 de marzo rey abdicó la corona española a favor de su hijo. Además, durante este suceso Manuel Godoy, odiado por el pueblo, fue destituido y encarcelado.

Todo esto ocurría en España mientras Napoleón Bonaparte avanzaba por ese reino con su ejército rumbo a Portugal. Así que decidió aprovechar la situación para apoderarse del reino español. Obligó a las partes en disputa, Carlos IV y Fernando VII, a reunirse con él en Bayona, Francia. El resultado de esas entrevistas, entre abril y mayo de 1808, fue que el emperador francés obligó a los dos contendientes españoles a abdicar a favor del propio Napoleón, quién cedió la corona de España a su hermano mayor, José Bonaparte.

Mientras en Bayona los Borbón ofrecían un espectáculo ridículo al emperador francés, al tiempo que éste se complacía en humillarles reiteradamente, en Madrid el pueblo español se sublevó contra los franceses el 2 de mayo. Las protestas iniciales habían sido aplacadas por el general Joachim Murat, pero las insurrecciones populares continuaron. Ese mismo día, horas después de la represión militar, se firmó el Bando de los alcaldes de Móstoles o Bando de Independencia que dio comienzo a seis años de guerra en la península ibérica por liberar a España del yugo francés.


Francisco de Goya, "Con razón o sin ella", Los desastres de la guerra, 1812-1815. Serie de grabados en torno a la independencia española


Poco a poco se fueron conformando las Juntas de Gobierno en varias ciudades españolas, e incluso en las americanas (como la convocada por Francisco Primo de Verdad en la Ciudad de México). El objetivo era que a través de estos organismos provisionales se resguardase la soberanía española al concentrar las funciones legislativas y ejecutivas. Para septiembre de aquel 1808 las Juntas Locales conformaron la Junta Suprema Central y Gubernativa del Reino como órgano de gobierno de los independentistas españoles. Más tarde, en 1810 dicha Junta dio origen al Consejo de Regencia de España e Indias y posteriormente a las Cortes de Cádiz de dónde surgió la Constitución de 1812.

Para formalizar su reinado español el bonapartismo promulgó una Constitución para la península ibérica basada en la Carta Magna francesa, el Estatuto de Bayona que fue promulgado el 8 de julio de 1808. Pese a ser un documento que sustentaba los principios de la Ilustración, ni el reinado de Pepe Botella (apodo que los españoles le dieron a José Bonaparte) ni la pepa (como se denominaban al Estatuto) fueron suficientes para allegarse el apoyo ni de las clases populares ni de la mayoría de los ilustrados. Más allá del reducido grupo de afrancesados la oposición a la monarquía bonapartista fue abrumadora en España. Era evidente que los métodos napoleónicos estaban en contradicción con el discurso de la revolución francesa.

La guerra de independencia española fue un elementó que obligó a los súbditos de la corona hispana a desarrollar nuevas ideas sobre el tipo de nación que requerían. En las colonias americanas los criollos descubrieron que era el momento para conseguir que el reino les concediese la autonomía para ejercer un gobierno más eficiente. Sin embargo, el predominio de peninsulares partidarios de un realismo sumamente conservador en los puestos de gobierno en las colonias hizo imposible que se concretasen reformas para modernizar la administración de los territorios ultramarinos. Tal negativa aceleró las contradicciones entre criollos y peninsulares. Así para 1809-1810 en todos los virreinatos de la América española estallaron movimientos armados que degeneraron en auténticas guerras por la independencia.

La Nueva España no fue la excepción. Si bien desde el siglo XVI en la Nueva España habían acontecido levantamientos populares que se proponían conseguir la independencia, como el de los negros cimarrones de Veracruz encabezados por Gaspar Yanga entre 1570-1609 o el de los indígenas mayas de la península de Yucatán dirigidos por Jacinto Canek en 1761 o la Rebelión de los machetes en 1799 en que mestizos y mulatos comandados por Pedro Portilla intentaron derrocar al virrey; lo cierto es que en ninguno de los alzamientos previos a 1808 tuvieron participación los criollos.

Las noticias sobre la invasión francesa llegaron a la Nueva España en junio. Dos meses después los síndicos del Ayuntamiento de la Ciudad de México, Francisco Primo de Verdad y Juan Francisco Azcárate (ambos criollos), basados en el principio ilustrado de la soberanía popular, propusieron la conformación de la Junta de México. El rechazo de los peninsulares a tal propuesta estuvo encabezada por el inquisidor Bernardo Prado y Obejero. Pocos días después el virrey José de Iturrigaray se negó a adherir al Virreinato a las Juntas de Sevilla y Oviedo, lo cuál fue interpretado como un respaldo a la propuesta de Primo de Verdad, al tiempo que se le achacaron intenciones separatistas.

Eso degeneró en el golpe de Estado que la noche del 15 de septiembre encabezaron los peninsulares bajo las órdenes del hacendado Gabriel de Yermo, contando con la bendición del arzobispo de México Francisco Xavier de Lizana y Beaumont. El resultado fue la destitución de Iturrigaray, así como la aprehensión de Primo de Verdad, Azcárate y el fraile Melchor de Talamantes. Al día siguiente, 16 de septiembre, tomó posesión como nuevo Virrey el militar octogenario Pedro de Garibay.

Pese al triunfo del conservadurismo peninsular la idea de conformar una Junta soberanista que ejerciese el gobierno en nombre de Fernando VII permaneció latente. En 1809, un grupo de criollos tanto del ejército como del clero formaron la Conjura de Valladolid. Las reuniones ser realizaban en la casa de José María García Obeso, vecino de la ciudad de Valladolid (hoy Morelia). A las reuniones asistían personajes de la talla de José Mariano Michelena, José María Izazaga, Manuel Villalongín, José Nicolás Michelena y Luis Correa. Sin embargo, estos conspiradores fueron descubiertos en diciembre. Se les arrestó, aunque durante el proceso judicial posterior se les terminó liberando a causa de la intervención del, ya para entonces, Virrey Lizana y Beaumont.

Michelena y García Obeso habían entrado en contacto con militares del Regimiento de Dragones de la Reina de San Miguel el Grande, entre ellos se encontraban los capitanes Ignacio Allende y Mariano Abasolo. Al ser descubierta la Conjura de Valladolid estos dos militares tomaron la iniciativa de organizar una nueva conspiración. A ésta pronto se unió el Corregidor de la ciudad de Querétaro, Miguel Domínguez. Una de las diferencia con las tentativas anteriores es que la de 1810 no solamente estaba constituida por militares y clérigos, sino que fue un grupo mucho más heterogéneo, aunque no dejaban de ser criollos.

La Conspiración de Querétaro fue encabezada, originalmente, por el capitán Ignacio Allende y el industrial Ignacio Aldama. También participaron en ésta, el ya mencionado Miguel Domínguez, Josefa Ortiz (esposa del anterior), Miguel Hidalgo (cura del pueblo de Dolores), Juan Aldama (militar hermano de Ignacio), Mariano Abasolo y Mariano Jiménez (ambos militares).

Como es bien sabido también esta conspiración fue descubierta gracias a la delación que hicieron José Mariano Galván y Joaquín Arias. Las autoridades virreinales presionaron al Corregidor para detener a los hermanos González (Epigmenio y Emeterio) comerciantes que participaban en la Conspiración y tenían armas almacenadas en sus casas. La denuncia intimidó al señor Domínguez, pero no a doña Josefa Ortiz quién, pese al intento de su marido por contenerla, consiguió dar aviso a Juan Aldama a través de Ignacio Pérez (alcalde de Querétaro). Unas horas después de recibir la noticia de la delación, Aldama informó al resto de los implicados, incluyendo a Miguel Hidalgo. Los conspiradores se reunieron de manera urgente en la madrugada del 16 de septiembre de 1810. Su decisión fue la de adelantar todos sus planes de insurrección. Hasta ese momento la idea era generar un levantamiento armado para diciembre de ese año en San Juan de los Lagos, Jalisco. Pero ante las circunstancias decidieron convocar al pueblo a tomar las armas en esa misma madrugada.

De esa manera, Miguel Hidalgo llamó a la gente al alzamiento (Grito de Dolores) a la voz de: “¡Viva Fernando VII!, ¡Viva América!, ¡Viva la religión y muera el mal gobierno!”, según lo relatado por el propio Juan Aldama. A partir de ese momento, las características de la insurrección cambiaron diametralmente. Desde 1808 los intentos realizados por introducir cambios políticos en la Nueva España se habían sido desplegados en su totalidad por criollos tanto de la aristocracia como de las incipientes burguesía y pequeña burguesía. Por el contrario, la convocatoria de Dolores fue seguida por integrantes de las clases populares.

El ejército insurgente era una milicia conformada fundamentalmente por campesinos, mineros, artesanos y un reducido número de soldados; de aquí que estuviese pésimamente armado, además de mal entrenado. En cambio, la dirección era netamente de criollos ilustrados, aunque muy mal capacitados para ejercer una dirección político-militar del movimiento. Esa combinación explica porqué al avanzar el ejército insurgente por las poblaciones del Bajío guanajuatense (Celaya, Salamanca, Irapuato y Silao) iba creciendo el temor de las clases acomodadas como resultado de los saqueos y rapiña que la turba realizaba al tomar esas poblaciones. Pero nada se comparó con los acontecimientos posteriores a la toma de Guanajuato, el 28 de septiembre. Cuando el enardecimiento de las clases subsumidas se tradujo en una violencia arrasadora. En ese episodio el intendente Juan Antonio de Riaño fue víctima de las armas insurgentes junto a toda la aristocracia guanajuatense que se refugió en la Alhóndiga de Granaditas.

El terror que los saqueos populares generaron entre los ilustrados, otrora partidarios del levantamiento, quedó retratado por dos testigos directos (vecinos de Guanajuato) que posteriormente destacaron como los más brillantes intelectuales mexicanos del siglo XIX; el conservador Lucas Alamán y el liberal José María Luis Mora. Ambos quedaron horrorizados por la violencia ejercida por el pueblo, lo que los llevó a oponerse a cualquier cosa que condujese a una revolución.


Asalto a la Alhóndiga de Granaditas, grabado de Enrique Olavarría


Pero más allá de reducir la explicación de la situación a un simple acto de salvajismo cometido por las masas, es preciso reconocer que toda forma de odio generado tanto en los individuos como en las sociedades es, en última instancia, un sentimiento generado por las condiciones en que se desenvuelven las clases sociales. Conforme la opresión hacia las clases subsumidas se hace más intolerable a tal grado que la insatisfacción de cada individuo se generaliza. En otras palabras, se universaliza la ausencia de satisfactores personales. Como consecuencia, al repetirse la misma situación en un conjunto amplio, se convierte en una necesidad el hacer justicia por propia mano. Comprender este tipo de necesidades sociales no es algo sencillo ni siquiera en nuestros días, debido a la densa carga moral y la imposibilidad para diferenciar el pensamiento idealista de una concepción científica de los fenómenos sociales. Mucho menos era fácil entender esto en un contexto en que el peso de la moralidad cristiana era mucho más abrumador.

Independientemente de la falta de fuentes fidedignas que nos den luz sobre las consideraciones para algunas decisiones que tomaron los insurgentes de esta primera etapa, lo cierto es que la dirección criolla del movimiento no tuvo la capacidad para juzgar con precisión lo que había ocurrido con su ejército. Resulta fútil descifrar los motivos que tuvo Hidalgo para no avanzar sobre la Ciudad de México tras el triunfo insurgente en el Cerro de las Cruces, lo cierto que ni él ni sus compañeros tuvieron la capacidad para entender ni la situación que se había desatado a su alrededor ni a su propia tropa. La candidez sobre los procesos revolucionarios quedó rota para todos los actores. Especialmente para esa incipiente burguesía y pequeña burguesía que aspiraba a materializar los elevados ideales de la ilustración, porque solamente de esa manera los seres humanos podrían alcanzar la espiritualidad más sublime. Los insurgentes de Hidalgo y Allende quedaron atrapados entre la barbarie y la imposibilidad para volver atrás. Pero en lugar de continuar hasta sus últimas consecuencias prefirieron dar pasos atrás con la esperanza de recuperar un poco del sueño quebrado.

Es cierto que la publicación de El Despertador Americano, la abolición de la esclavitud y el abandonar la peregrina idea de reconocer el gobierno de Fernando VII fueron, todos estos elementos, grandes avances para la causa independentista. Sin embargo, el que se hayan dado durante el gobierno que Hidalgo creo que Guadalajara es simplemente un accidente. Tales medidas no solamente eran necesarias, y por tanto, factibles de prosperar en la Ciudad de México, sino que en la capital habrían tenido alcances mucho mayores. Por un lado habría permitido que otras naciones tomasen en serio a la insurrección, pero más importante aún habría tenido influencia objetiva y subjetiva mucho mayor entre las clases oprimidas por el sistema colonial.

Por su parte, la facción que encabezaba el capitán Allende fue la menos capaz para entender el levantamiento popular. Siempre quiso mantener ceñido el movimiento a los intereses de los criollos aristócratas y burgueses. Hasta un realista como Félix María Calleja supo leer de manera más precisa a las masas insurgentes. Para nada fue un accidente que la brutalidad desplegada por las tropas comandadas por este militar (y posteriormente virrey) haya sido tan efectiva para borrar de Guanajuato a las tropas de Allende. Dadas las características de cada ejército la vacilación era un lujo que ninguna de las dos partes podía darse.

Al final de cuentas el resultado quedó a la vista. La derrota insurgente en Puente de Calderón el 17 de enero de 1811, fue el clavo final para la facción dirigida por Hidalgo y Allende. La huída hacia el norte y la aprehensión tras la traición de Ignacio Elizondo en Acatita de Baján, Coahuila (21 de marzo de 1811), fueron un resultado inevitable de la combinación entre falta de claridad e indecisión de los insurgentes.

Sin embargo, Hidalgo, a diferencia de Allende, tuvo también importantes aciertos políticos. Dos de los más trascendentes fueron: el primero fue haber rechazado en la solicitud de Morelos le hizo en Charo el 20 de octubre de 1810 para integrarse como capellán del ejército Insurgente. En lugar de ello, Hidalgo le ordenó al cura de Carácuaro que levantase un ejército en el sur, cuya misión sería la de apoderarse del control del comercio proveniente de Acapulco a donde arribaba la Nao de China. El segundo fue designar a Ignacio López Rayón como jefe de la insurgencia y enviarle de regreso a Michoacán tras la toma realista de Guadalajara.

Esos movimientos garantizaron que la lucha independentista perdurase más allá del 30 de julio de 1811 cuando Hidalgo fue fusilado en Chihuahua por los realistas. Poco más de un mes antes Allende, Aldama y Jiménez habían corrido la misma suerte en aquella ciudad.

La guerra popular

Morelos

Pese a carecer de una formación académica tan completa como la de la burguesía, al involucrarse en la insurrección independentista, las clases subsumidas, supieron encausar con más habilidad al movimiento. En especial la incipiente pequeña burguesía mestiza. El ejemplo más palpable de esto fue el papel que desempeñó el movimiento de José María Morelos y Pavón, cura del poblado michoacano de Carácuaro, al darle un contenido político más profundo a la causa independentista al tiempo que desplegó las mejores campañas militares del bando insurgente.

A diferencia del grupo encabezado por los conspiradores de Querétaro, el grupo que ejercía las funciones de dirección en el grupo insurgente del sur, estaba conformado por personajes más ligados a las clases populares. Pequeños comerciantes, profesionistas más ligados al grueso de la sociedad, militares y clérigos de bajo grado; en una palabra una pequeña burguesía aún incipiente que pese a carecer de una conciencia de clase, al menos tenía claridad sobre sus intereses inmediatos como grupo social. Prioridades que no solamente se esclarecieron para su uso personal sino que consiguieron que fuesen asimiladas por el resto de las masas revolucionarias. Eso contrastó con la incapacidad del grupo dirigente de la primera oleada independentista, que fue más ingenua al anteponer ideales a sus necesidades como clase.

Morelos, pese a su menor instrucción académica, fue suficientemente sensible para comprender que el movimiento insurgente requeriría tanto ganar las batallas en términos militares como vencer al enemigo en el escabroso terreno de la política. En uno Morelos encontró personajes con una capacidad extraordinaria para tomar la ofensiva. Los casos de Hermenegildo Galeana (hacendado), Mariano Matamoros (sacerdote), Vicente Guerrero (arriero) o Guadalupe Victoria (abogado) son claros ejemplos del tipo de cabeza militar que tenía el grupo bajo las órdenes de Morelos. Pero esta estructura bélica se complementaba de manera perfecta con los grandes personajes que terrenalizaron en términos políticos la lucha de los insurgentes. El papel desempeñado por Nicolás Bravo (hacendado), Andrés Quintana Roo (abogado), Carlos María de Bustamante (periodista), José María Licéaga (médico) o José María Cos (sacerdote) fue el de concretar lo ganado por las armas de modo que el apoyo social creciese en pos de la consecución de la independencia.

Sin duda uno de los personajes que más influyeron en Morelos fue el abogado Ignacio López Rayón, quién se había quedado con el mando de la Junta de Zitácuaro cuando Hidalgo, Allende y compañía marcharon hacia el norte. Para abril de 1812 había elaborado un documento denominado Elementos Constitucionales que era la base para elaborar una Carta Magna para México como nación independiente. En más de un sentido este proyecto fue la respuesta a la Constitución de Cádiz, que había sido promulgada un mes antes por las Cortes Generales. La importancia del documento de López Rayón estribaba en que la Constitución española tenía un carácter liberal muy fuete para su época. Sin duda que para muchos criollos ilustrados que pretendían mantener su reconocimiento al reinado de Fernando VII, la de Cádiz era una gran salida. Por tanto el movimiento insurgente se habría debilitado.

Como General de los ejércitos americanos para la conquista y nuevo gobierno de las provincias del sur, Morelos supo reconocer en el texto redactado por López Rayón, una magnífica arma para avanzar en la independencia de la Nueva España. Así que le dio cuerpo a la iniciativa y la puso en práctica lo antes posible. Para el 13 de septiembre de 1813 se inauguró el Congreso de Chilpancingo o Congreso de Anáhuac que tenía por misión elaborar una Constitución para la nueva nación. Al día siguiente Morelos sometió a la decisión del pleno su documento Sentimientos de la Nación en que se le da un contenido más claro a la lucha insurgente. Con base en los textos de López Rayón y Morelos el Congreso elaboró la Constitución de Apatzingán, también conocida como Decreto Constitucional para la Libertad de la América Mexicana, promulgada el 22 de octubre de 1814.


Una sesión del Congreso de Anáhuac


En términos políticos tales movimientos consiguieron neutralizar los efectos negativos que la constitución liberal de Cádiz hubiera podido tener en el movimiento independentista de la Nueva España. Ello fue complementado con las brillantes campañas que Morelos y sus lugartenientes desplegaron por el centro y sur del país.

Sin embargo, la empresa por obtener la independencia de la América Mexicana requería de un gran esfuerzo. Poco a poco el movimiento se fue desgastando, en parte por los años transcurridos en medio de una guerra muy violenta. En parte por la misma reorganización de los realistas que para 1813 tenían un nuevo Virrey, el General Brigadier Félix María Calleja. Éste tomó una serie de medidas que poco a poco fueron cerrándoles los espacios políticos a los insurgentes, además de tener bajo su mando un gran apoyo militar en manos del Comandante Agustín de Iturbide. Éste consiguió derrotar a las fuerzas de Morelos en 1815, pues ya para entonces los franceses habían sido expulsados de España por lo que la corona pudo enviar refuerzos al bando realista, además las fuerzas insurgentes estaban debilitadas por las derrotas (y muertes) que sufrieron los dos principales lugartenientes de Morelos: Mariano Matamoros (febrero de 1814) y Hermenegildo Galeana (junio de 1814).

La persecución que los realistas, comandados por Iturbide, habían arreciado contra Morelos en marzo de 1815 se combinó con las crecientes pugnas al interior del Congreso de Chilpancingo. Así, el 5 de noviembre de ese año el autodenominado Siervo de la Nación fue apresado en Tezmalaca, Puebla, mientras escoltaba al Congreso a Tehuacán dónde se establecería. El prisionero fue conducido a la Ciudad de México donde fue enjuiciado tanto por la Real Audiencia como por la Inquisición. Finalmente el 22 de diciembre Morelos fue trasladado al poblado de San Cristóbal Ecatepec para ser fusilado ese mismo día.

Guerrillas

En la historiografía oficial la ejecución de Morelos suponía una fase de declive o franca extinción del movimiento insurgente. La base material de tal afirmación estuvo en que a partir de ese momento la influencia política fue menos llamativa. No solamente porque los más destacados personajes del Congreso de Chilpancingo se vieron forzados a dedicar todo su tiempo a defenderse militarmente del ejército realista. Sino también porque el reestablecimiento de la monarquía Borbón, con el regreso de Fernando VII al trono español llenó el vacío de poder que se había con la invasión de Napoleón. Así también debido al distanciamiento que se había creado entre los caudillos insurgentes.

Esas condiciones hicieron que todos los esfuerzos políticos y militares de los insurgentes se desplegasen en pequeña escala, solamente en las regiones en que operaban sus respectivas guerrillas. Faltó una concepción unificadora que articulase un movimiento nacional.

Los más de 20,000 combatientes que se calcula siguieron participando en la guerra de guerrillas entre 1815-1820 quedaron dispersos bajo el mando de caudillos que no salían más allá de su zona de influencia. En parte porque políticamente consiguieron afianzar su posición lo suficiente para impedir que los ejércitos realistas entrasen en esas comunidades. Pero más lejos de ellas la cosa era distinta, pues los ejércitos coloniales mantenían el control sobre el territorio de la Nueva España. Las tres organizaciones guerrilleras más importantes del período demuestran lo dicho: Vicente Guerrero en la sierra del sur, Nicolás Bravo en los alrededores de Zitácuaro, Michoacán y Guadalupe Victoria en lo alrededores de Xalapa, Veracruz. En cada caso los jefes militares consiguieron desplegar una actividad política en la región que les granjeó el respaldo de las comunidades, aunque no fue suficiente para reintegrar un organismo nacional.

El intento más serie de integración lo realizaron el vasco Francisco Xavier Mina junto al padre Fray Servando Teresa de Mier. Mina era un liberal nacido en Navarra que combatió contra los franceses pero que tras la reimplantación de la monarquía absolutista de Fernando VII tuvo que huir de España. Al conocer en Londres al padre Mier se decidió a involucrarse en la independencia de la Nueva España, pues esta era también una lucha contra el absolutismo Borbón. La expedición encabezada por el liberal vasco y el sacerdote dominico desembarcó en Soto la Marina, (actual estado de Tamaulipas) el 15 de abril de 1817. Tras algunas campañas militares finalmente fue capturado por las tropas realistas en el rancho de El Venadito en Guanajuato, se le proceso y fusiló cerca de Pénjamo. Durante los siete meses que duró su aventura americana, Mina intentó poner en práctica las ideas que había acuñado junto al padre Mier para crear un movimiento unificado. Pero las condiciones no dieron para ello.

La fase denominada como de la Resistencia fue una guerra netamente popular. Desarrollada y dirigida por las clases subsumidas por la aristocracia imperial española. Pero la incipiente pequeña burguesía que encabezó a esos movimientos fue incapaz de ver más allá de sus intereses inmediatos. Aunque resulta mesquino escatimarles a esos grupos guerrillero el gran logro de mantener viva la causa insurgente. Además, resulta claro que pese al discurso oficial de las autoridades virreinales, la desesperación de las milicias realistas por acabar con los alzados era un elemento recurrente sobre todo en el caso del combate contra el “Loco del Sur”. El propio virrey Juan Ruiz de Apodaca ofreció el indulto en 1819 a los caudillos que mantenían firme la insurgencia.

Consumación y traición

En enero de 1920 se dio un nuevo giro proveniente de España. El rey Fernando VII fue obligado por los liberales españoles a firmar la Constitución de Cádiz. Eso ocasionó una gran conmoción en la Nueva España. La aristocracia criolla vio con muy malos ojos tal decisión del monarca. En cambio los criollos burgueses tomaron como propio el triunfo liberal. Para abril los aristócratas encabezados por el sacerdote Matías de Monteagudo comenzaron a realizar una serie de reuniones conspiratorias en el templo de La Profesa en la Ciudad de México. La idea era evitar que en el virreinato entrasen en vigor los lineamientos de la Constitución de Cádiz. Sin embargo su efectividad fue escasa, el virrey Apodaca iba introduciendo gradualmente las estipulaciones constitucionales, por lo que los conspiradores decidieron respaldar el nombramiento de Agustín de Iturbide como Jefe de los Ejércitos del Sur. En unas cuantas semanas Iturbide le dio un giro dramático a la lucha. Para evitar que el poder de la aristocracia criolla se disolviese con las nuevas estipulaciones del imperio, decidió adherirse a la causa independentista al aliarse con Vicente Guerrero en lugar de ser su perseguidor. Por su parte, Guerrero sabía que el objetivo principal de la lucha insurgente era obtener la independencia de España, por lo que las clases populares a las que él representaba debían aliarse con la aristocracia que representaba Iturbide. Esto dio pie a la firma del Plan de Iguala, el 24 de febrero de 1821, en que se estableció el compromiso de Guerrero e Iturbide para luchar por la independencia con base en tres garantías (acuerdos): Religión, Independencia y Unión. El Ejército Trigarante, conformado para defender el Plan de Iguala, consiguió avanzar sobre el realista. En sólo cinco meses se consiguió que el virrey Juan Ruiz de Apodaca renunciase a su cargo.


Bandera del ejército de las Tres Garantías (trigarante)


Las Cortes nombraron a Juan de O’Donojú como el sucesor de Apodaca como virrey. El nuevo funcionario real desembarcó en San Juan de Úlua el 3 de agosto de 1821. Tres semanas después Iturbide se reunió con él en Córdoba, Veracruz. El resultado del encuentro fue la firma de los Tratados de Córdoba el 24 de agosto. Un mes después el ejército Trigarante entró en la Ciudad de México y se firmó el Acta de Independencia el 27 de septiembre de 1821. Con lo que quedó consumado el nacimiento de la nación mexicana.

Sin embargo, es preciso notar que en esta última etapa quedó exhibido el doble rasero empleado por la aristocracia criolla. Éste terminó resolviéndose, ante la amenaza de un gobierno liberal en España, por su talante conservador. La doble traición de Iturbide, tanto a sus compañeros de la Conspiración de La Profesa, primero, como al Imperio español, después, y a la causa independentista, finalmente, es muestra exacta de esa resolución que no es posible ver como algo aislado.

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