El 14 de julio de 1789 pasó a la historia no solamente por haber sido el día en que la toma de la Bastilla marcó el inicio de la revolución francesa, sino también por haber sido la irrupción del pueblo —la chusma, dirían en la nobleza— en la historia. Antes de ese momento los campesinos, obreros y artesanos habían hecho posible la historia pero se habían ubicado en un plano secundario, casi invisible. Después de ese evento el pueblo como tal no ha dejado de tener un papel decisivo en los sucesos cruciales. De entrada baste recordar que durante la misma revolución francesa mientras la burguesía perfeccionaba el nacionalismo basado en el desarrollo del mercado interno, el pueblo comenzó a esbozar las líneas básicas del socialismo y del comunismo.
El poder del pueblo, como tal, tampoco se constriño al marco europeo sino que se reprodujo rápidamente en el resto del mundo. Las guerras napoleónicas no solamente afectaron a Europa con la difusión de las ideas de la ilustración, también en América se propagaron éstas rápidamente. Con ellas el papel del pueblo en la historia también se fue haciendo más evidente, ya no solamente como el sujeto social que hacia posible toda la subsistencia sino que también tenía la posibilidad de presionar para crear cambios radicales en la estructura.
Lo anterior viene a colación porque en estas fechas se preparan ya grandes festejos en toda América Latina, desde California hasta la Tierra de Fuego (Patagonia) para conmemorar los bicentenarios de las independencias. Sin embargo, el enfoque que se le está dando a ese tipo de festejos es el de conmemorar una historia de medias verdades. La visión oficialista (la de la burguesía hegemónica), así como la de la facción más conservadora entre los capitalistas es la que se ha impuesto con mayor vehemencia.
Por una parte, en donde los gobiernos de tendencia más o menos progresista se han asentado, a lo más que se llega es a reivindicar la figura de algunos próceres, pero sin cuestionar mayormente su origen o intervención en los procesos independentistas. Así, las elegías que se componen para personajes como Miguel Hidalgo, Simón Bolívar o José de San Martín, no hacen más que imponer la idea de que los únicos capaces de “hacer la Historia” son los grandes personajes. Por si eso no fuese poco, se llega al extremo de atribuirle a esos sujetos cualidades que nunca tuvieron, se presentan versiones idílicas de los héroes mediante el viejo procedimiento de exagerar sus acciones positivas y omitir las negativas. Nada más obsérvese a los gobiernos progresistas en Sudamérica, reivindicando el más importante movimiento político-social de los últimos treinta años con el apelativo de bolivariano. Algo que no deja de imponer la concepción unilateralidad de la historia que se enfoca en las acciones de unos cuantos personajes.
El otro lado, cuando al frente de algunos gobiernos latinoamericanos han triunfado las facciones más conservadoras de la burguesía, inmediatamente se pretende imponer una concepción que reivindica a los personajes más oscuros de los procesos de independencia. Recuérdese cómo el golpista más democrático de la historia, Felipe Calderón, ha sido uno de los promotores de la restitución de Agustín de Iturbide en el santoral republicano de México. Desde que fue dirigente nacional del Partido Acción Nacional (PAN) a Calderón le urgía recuperar a Iturbide como una de las figuras emblemáticas de la derecha, tal como lo recuerda Édgar González Ruiz en su artículo Iturbide: emblema derechista.
Independientemente del personaje que se reivindique para construir una identidad nacional, el otro problema que subyace a la imagen histórica de las independencias que se está presentando con motivo de los bicentenarios está muy parcializada. Si uno identifica el origen de los próceres que se ensalzan se puede apreciar ese racismo que ha caracterizado a las elites latinoamericanas. Casi todos los personajes que se mencionan fueron criollos (españoles nacidos en América), que no tenían mayor interés en crear condiciones de verdadera libertad e igualdad entre los pobladores de la región, sino en encontrar la manera de acceder al poder que entonces ejercían los gachupines (españoles nacidos en la península). Desde entonces hasta la fecha, la ideología que se ha impulsado para legitimar la dominación de clase en la región ha tenido un carácter de racismo disimulado. Pocos jefes de estado en América Latina han salido del canon racial, o blancos de origen europeo o mestizos cuya piel esté lo menos bronceada que sea posible. No solamente Benito Juárez García debió enfrentar los denuestos que le lanzaban los partidarios del Partido Conservador, sino que hasta dentro del propio Partido Liberal uno de los motivos que impulsó a sus detractores fue su origen zapoteco. En la actualidad, ese mal no ha sido erradicado de la región, por mucho que ahora sea considerada la más progresista del planeta. Llama la atención la virulencia con que determinados grupos sociales, tanto dentro como fuera de Bolivia, son capaces de alcanzar en su desprecio contra Evo Morales Ayma. No les interesa si el de Morales ha sido un gobierno que responda o no a los intereses del pueblo boliviano, el racismo conduce a muchos de los opositores del presidente de Bolivia a ver cada acción como un error, en el mejor de los casos, sino es que llegan hasta el grado de señalarlo insistentemente como el lacayo del presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Para ellos, el presidente de origen aimara, como todos los aimaras e indígenas, son niños fácilmente manipulables. ¡Vaya mentalidad colonialista!
Una de las utilidades de la historia, más precisamente de la enseñanza de la historia, es la construcción de una identidad nacional. Ésta puede ir en dos sentidos: crear un orgullo nacional que sea la base del imperialismo o una conciencia nacionalista que se oponga al neocolonialismo. En ese sentido resulta incoherente que un gobierno encabezado por un personaje tan educado como Felipe Calderón, esté introduciendo reformas, bajo la presión de transnacionales de origen español, a los planes de estudio en la enseñanza básica que mutilan dos de los procesos históricos que determinan la identidad nacional de los pueblos latinoamericanos, y en los cuales se definen muchas de las particularidades que los distinguen entre sí: la conquista y el período de la colonia. En cambio, el (para sus detractores) ignorante aimara que preside Bolivia, Evo Morales, justamente a mediados del presente año concretó el rompimiento de las relaciones comerciales que obligaban a su gobierno a adquirir los libros de texto de primaria que editaba el grupo editorial Santillana de procedencia española. En esos volúmenes, curiosamente, se hacía omisión y se trivializaban los procesos de conquista y colonia del Alto Perú (hoy Bolivia).
Pero aún eso sigue sin ser suficiente.
Tampoco basta con colocar algunos cuantos nombres de personajes entre los principales próceres de las independencias, como Francois Dominique Toussaint-Louverture (dirigente de los esclavos negros en Haití que consiguieron su independencia en 1804) o José María Morelos y Pavón (caudillo de la independencia mexicana de origen mestizo). Ni tampoco basta con reconocer y valorar las insurrecciones previas, como la encabezada por Gaspar Yanga o la de Jacinto Canek en Nueva España, o las de Tupac Amaru II en Perú o la de Tupac Katari en el Alto Perú, las cuales allanaron el terreno para los procesos independentistas. Porque a final de cuentas sería repetir los mismos errores de crear una serie de ídolos. Mucho menos es de utilidad repetir el procedimiento seguido por el notable insurgente Carlos María de Bustamante que al difundir en sus escritos el movimiento de independencia en México, creo mitos como el del Pípila o el del Niño artillero.
En dado caso la tarea central que se requeriría al elaborar una historiografía científica, una memoria de los trabajadores, que abone para la articulación de una identidad de la clase obrera, sería reivindicar el papel que el pueblo (la “chusma”) tuvo en el proceso independentista. Desde la conciencia de clase sería un grave error incurrir en el menosprecio del papel que el pueblo desempeño durante el movimiento independentista. Implicaría cometer el mismo desatino que Hidalgo cuando se negó a entrar en la Ciudad de México tras la batalla del Monte de las Cruces, o el de Bolívar cuando jugueteo con la idea de establecer una monarquía en los territorios liberados por él, o el de José de San Martín cuando se negó a la unificación de las naciones que habían sido colonias españolas. Es decir, la injusticia del menosprecio hacia el pueblo.
Es cierto que no se trata de negar la influencia que ejercen los grandes personajes en la historia, finalmente, el papel que los dirigentes tienen en la historia es el de encausar las fuerzas sociales. Sin embargo, es importante desde la perspectiva de los trabajadores superar las ideas que permiten el ascenso de una clase que subsuma a las demás y ésta se da gracias a la rendija que deja abierta el culto a las grandes personalidades. Evitar toda exaltación de los próceres por encima del pueblo es una equivocación que los trabajadores debemos evitar.
El inicio, desarrollo y consumación de las guerras de independencia fueron posibles gracias a que mucha gente, tanto hombres como mujeres: campesino, artesanos, obreros, comerciantes, bajo clero y militares rasos, tuvieron que modificar sus condiciones de vida para adaptarse a las condiciones que les imponía su propia convicción de pelear por la independencia de las colonias hispanas. Las glorias de San Martín o las de Bolívar o las de Morelos no existirían sin el respaldo de ese pueblo que luchó y de ese pueblo que sustentó la vida de esos ejércitos insurgentes.
Aunque, es importante acotar que tampoco se debe caer en la idealización del pueblo. En muchos sentidos, si la independencia política que dio origen a las naciones latinoamericanas fue una obra de sus propios pueblos, también es justo señalar que las debilidades con que nacieron esas naciones se debieron a las propias carencias de las sociedades americanas. Por ello es que durante las primeras décadas de independencia el poderío económico del imperio británico mantuvo en entredicho la independencia de las naciones latinoamericanas y que durante el siglo XX el imperialismo estadounidense haya hecho de las suyas a lo largo y ancho de la región.
En síntesis, la elaboración de una historiografía desde la perspectiva de los trabajadores requiere dimensionar de manera más justa el papel que tuvo el pueblo en los procesos de independencia. Pero también requiere de esclarecerse los límites que históricamente ha tenido para tener claras las tareas que se le han quedado pendientes. Ello permitiría construir una identidad nacional con posición de clase impulsada desde el proletariado que se oponga al imperialismo y haga efectivamente real los sueños de liberación nacional.
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