La sabiduría popular habla de un fenómeno anual que se presenta en enero: la cuesta de enero. Dicha expresión hace referencia a la conjunción de dos sucesos anuales. Por un lado, que a partir de los primeros días de cada año, llega el momento de pagar muchas de las deudas contraídas para solventar los festejos de fin de año. Por el otro, invariablemente el libre mercado tiende al aumento de precios en estas fechas. De tal manera que el grueso de la población se encuentra en una situación económica muy estrecha.
Muchos han sugerido remedios para evitar los duros efectos de la cuesta de enero sobre los hogares de los trabajadores. Los grandes académicos y el personal involucrado en las instituciones financieras insisten en que todo el problema se reduce a la educación financiera deficiente que padecen los mexicanos. Los socialdemócratas y los moralmente puros responsabilizan como única causa de la inflación a la corrupción que aqueja al gobierno. Los militantes izquierdistas un tanto dados a la demagogia enfocan todas sus baterías hacia la rapacidad de los comerciantes. La unilateralidad de cada una de estas explicaciones es insuficiente para aclarar el problema de la inflación, mucho menos útil es para implementar alguna solución al aumento de precios.
En el colmo de la ignorancia sobre los fundamentos de la economía, algunos periodistas, como el señor Isaac Katz de El Economista, se atreven a señalar que “la inflación se constituye como el impuesto más regresivo que existe” (“Inflación, precios relativos y bienestar”, 11/01/2010). En el colmo del paroxismo neoliberal, el periodismo económico de sesgo neoliberal inventa que “los efectos negativos de la inflación son varios, pero el que sin duda resulta como el más importante es el siguiente: la inflación le permite al gobierno apropiarse de una parte de la riqueza de los agentes económicos privados”. Es decir, según el señor Katz y la ortodoxia librecambista que él defiende, toda la culpa del incremento de los precios de los artículos de primera. El misticismo monetarista supone que el valor del dinero y su relación con el valor de las mercancías son secretos ininteligibles por la mente humana, que si acaso únicamente es traducido a la práctica terrenal de los consumidores a través de las pitonisas autoridades gubernamentales que apelando al ocultismo ponen en circulación billetes y monedas (la parte buena) o cobran impuestos (la parte perversa).
A los sapientes difusores de la ideología librecambista se les olvida fácilmente un par de cosas básicas sobre la economía real. Por un lado que el dinero es una mercancía como el resto, aunque su valor tiene características especiales. Por el otro suponen que la ley de la oferta y la demanda es un concepto científico que el mercado nunca viola, creen que el único con la posibilidad de romper con dicha ley es el gobierno. Perspectiva que no solamente es completamente subjetiva, sino que es un síntoma de disociación de la realidad.
Para que a nadie le sorprendan las elucubraciones esotéricas de estos masones de la economía, vale la pena explicar un par de cosas sobre la teoría del valor objetivo. Por un lado, todas las mercancías, cualquiera que sea su forma específica, contienen una determinada magnitud de valor. Dicho valor es el tiempo que en promedio tarda la fabricación de cada unidad de mercancía. Es decir, en el supuesto de una sociedad que solamente tuviese dos zapateros en total, si uno fábrica un par de zapatos cada hora y el otro tarda tres por cada par de zapatos elaborados, el valor de cada par de zapatos será de dos horas de trabajo. Así de simple. Pero, como para satisfacer las necesidades de cada persona es necesario el intercambio de lo que se produce, se necesita una manera de expresar el valor de las mercancías y que se hagan equivalentes. De aquí surgió el dinero como mercancía que vino a resolver esa necesidad objetiva del ser humano.
Pero, a diferencia del resto de las mercancías, el valor del dinero no se cuenta por el tiempo que tarda en elaborarse, sino por la cantidad total de mercancías que se encuentren en circulación. Es decir, si en el mercado circulan mercancías por un valor total de 1,000 y la cantidad de dinero circulante en total también es de 1,000; entonces habrá una paridad de 1:1 entre mercancías y dinero. Pero, no necesariamente todas las mercancías que se producen son colocadas en circulación, los capitalistas industriales o comerciales pueden optar por retirar una parte de las mercancías para almacenarlas, ello mientras la cantidad de dinero circulante se mantiene igual que antes. Si suponemos que en nuestro ejemplo, en una economía se retiran de la circulación mercancías por un total de 500 eso hará que queden en el comercio otras 500, mientras el dinero sería de 1,000. Es decir, tendríamos una paridad de 1:2, lo que en otras palabras significa que por cada mercancía, en lugar de desembolsar 1, como era anteriormente, la reducción en el mercado de las mercancías implicaría que ahora habría que desembolsar 2 de dinero por cada mercancía adquirida. En síntesis, el valor de las mercancías en relación con su expresión dineraria no va a variar, lo que variará será la denominación. Esto es, si en nuestra economía imaginaria, la usada para ejemplificar el punto, supongamos que el dinero circulante se distribuye entre 10 personas. Una persona concentra dinero por 350, la segunda tiene 150, una tercera que posee 110. Hasta aquí tenemos que los primeros tres propietarios de circulante acaparan 610 de los recursos monetarios, algo así como el 61%. El 39% restante del dinero, o sea unos 390, se reparte entre las 7 personas restantes de nuestra pequeña economía imaginaria. Llegando hasta el extremo, el décimo propietario de dinero tendría a penas 12, lo cuál equivale al 3.4% de los recursos totales con que cuenta el primero de los adinerados. Suponiendo que el precio total de los medios de vida más básicos, los alimentos, fuese de 10 y que el de la suma de las demás mercancías fuese de 900, tendríamos que cada uno de nuestros participantes en la economía estaría en la posibilidad de desembolsar la cantidad monetaria de 10 para satisfacer sus necesidades de subsistencia. Sin embargo, esto solamente funcionaría en el caso dado de que el valor dinerario de todas las mercancías en circulación fuese igual a 1,000, la situación cambia cuando se retira la mitad de los productos de la circulación dejando intacta la cantidad de dinero. Esto haría que los precios del conjunto de las mercancías elevara su precio nominal, aunque la relación entre mercancías y dinero circulante se ajustaría en un lapso relativamente corto de tiempo para quedar la proporción, como se mencionó anteriormente, en 500 de mercancía igual a 1,000 dinero. Esto haría que el precio de cada mercancía circulante en el mercado se ajustase a la nueva proporción, de modo que el precio total de los medios de subsistencia se duplicaría, al igual que el resto de las mercancías. El efecto en la vida cotidiana de los 10 participantes en nuestra economía de ejemplo tendría que absorber ese costo, sin embargo las consecuencias no son parejas. Para la persona que ocupa el décimo lugar su capacidad de compra se afectará tanto que si anteriormente podía adquirir, apenas lo básico, con la duplicación de precios, ahora solamente podría adquirir la mitad de lo que compraba en la situación anterior. En el lado opuesto de la ecuación, es decir en las tres personas que concentran el 61% del dinero, la afectación no sería tan severa, puesto que en lugar de reducirse el consumo, se puede mantener en el mismo nivel, pues tienen capacidad suficiente para prescindir de los gastos en mercancías menos prioritarias y concentrar su gasto en los productos de subsistencia. Así, la inflación (devaluación del dinero frente a las mercancías en circulación) provoca una mayor concentración de la riqueza en quienes más poseen.
Esta inflación o aumento generalizado de los precios, o de manera más precisa la devaluación del dinero, también puede darse, y de hecho se da, a través del mecanismo de la elevación arbitraria de los precios. Dicho incremento puede ser implementado por los propietarios del capital o provocado por el gobierno. Los capitalistas suelen recurrir a tal práctica, de forma más o menos constante, con la finalidad de obtener ganancias extraordinarias. Sin embargo, el desequilibrio entre el valor dinerario de las mercancías y su valor real tiene a ajustarse relativamente rápido, debido a que el resto de los productores, incluyendo a los que producen materias primas, también tendrá que elevar los precios de sus productos. Por su parte, el gobierno puede recurrir al ajuste arbitrario de precios mediante dos mecanismos o eleva los precios de las ramas estratégicas de la economía que controla o aumenta el monto de los impuestos. El resultado a final de cuentas es el mismo que si fuesen los empresarios los que subiesen los precios, debido a que todos los costos de producción se encarecen. En estos términos, no es el gobierno el que se apropia de una porción de la riqueza generada por los privados, como al más puro estilo goebbeliano pretenden hacerlo ver periodistas como el señor Katz, sino los grandes capitalistas los que consiguen incrementar sus ganancias por dos vías. De un lado, durante el pequeño momento en que tardan en reequilibrarse el valor dinerario de las mercancías y su valor real. Por el otro, mediante el precisar a las clases subsumidas a incurrir en el subconsumo.
El 2010 inició para los mexicanos con una pronunciada cuesta de enero. Nada más durante los primeros tres días del año (según la nota de Laura Flores Gómez, “En tres días se dispararon hasta 30% precios de básicos: Sedeco”, en La Jornada, 4/01/10, p. 27), se calcula que los precios de los insumos básicos para la subsistencia de los trabajadores, la denominada Canasta Básica, se incrementaron un 30%. Más de seis veces el incremento del salario mínimo que no alcanzó ni el 5%. Pero esta situación no es algo extraordinario, durante los tres años que lleva el gobierno de Felipillo I, el espurio, la tasa de la inflación a crecido en promedio anual al 4.6%, pero los precios de la canasta básica, la que se supone es el mínimo que necesitan consumir los trabajadores para subsistir, lo ha hecho al 5.3%.
La otra omisión gigantesca de los periodistas de libre mercado es que la Ley de la Oferta y la Demanda suele ser usada por los propietarios privados que poseen capital, para especular con los precios y generar con ello grandes y jugosas ganancias al confiscar la poca riqueza que se derrama hacia la clase trabajadora. Al acaparar, es decir al retirar de la circulación, una porción de las mercancías en circulación, los capitalistas obligan al incremento de precios con mejores resultados. Lo que también va en detrimento de las clases subsumidas.
En síntesis, la inflación para nada es un impuesto regresivo, sino un mecanismo más de la explotación capitalista sobre los trabajadores. Explotación que por momentos también afecta a los estratos más endebles de la clase capitalista, como lo es la pequeña burguesía. Es interesante que en estos primeros diez días de enero (once con el de hoy), las secciones de cartas a los diarios y los comentarios a las noticias en los sitios noticiosos del Internet estén enfocados a quejarse por el incremento de los precios. Esto es síntoma de que la pequeña burguesía ilustrada intuye su extinción masiva si se continua con dicha política económica. Pero esto, no debe hacer que nosotros los trabajadores nos quedemos con los brazos cruzados, se trata de luchar con objetivos muy precisos: la vida digna. Con ese motivo es importante que a la tan famosa y sentida demanda del incremento salarial de emergencia se agregue, todavía con mayor énfasis la demanda del aniquilamiento total de los especuladores. Ello debido a que cualquier aumento salarial será inútil si no va correlacionado con un incremento de las mercancías en circulación, pues más rápido que tarde los se elevarían los precios. Ni la muerte ni la derrota son opciones: ¡NECESARIO ES VENCER!
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