viernes, marzo 12, 2010

Memoria proletaria 8: Día Internacional de las trabajadoras

Se ha vuelto un lugar común, al menos en la sociedad mexicana, el reparto de felicitaciones cada 8 de marzo. Se incurre por igual en esa banalización de la conmemoración tanto en escuelas, como en los centros de trabajo y en los medios de comunicación. Se ha hecho lo posible por quitarle, a esta fecha, todo contenido peligroso para el capitalismo. En ese objetivo se han aliado tanto los principales dirigentes de la burguesía internacional como esa extraña ideología pseudofeminista que se ha expandido en las sociedades modernas y que es el resultado de la mezcla entre un insulso revanchismo de género, la confusión generada por dogmas que oportunistamente se pretenden científicos y el espíritu de corsario mercantilista que ahoga a los medios masivos de comunicación. Lo anterior ha dejado como resultado que incluso muchas de las personas que se ostentan como partidarias de la revolución, desconozcan el contenido de la conmemoración y contribuyan a su degradación política.

La banalización del 8 de marzo también incluye la institucionalización internacional de una serie de fechas, tanto festivas como conmemorativas, que le van restando trascendencia a las demandas implícitas en el Día Internacional de las Trabajadoras. Tanto el Día de los enamorados, como el Día de las Madres, el Día de la Familia, e incluso, el Día Internacional de Eliminación de la Violencia contra la Mujer son fechas que se han empleado en diversos países como una manera para restarle importancia a conmemoración a la que estoy haciendo referencia. Por eso es que vale la pena dedicarle varias líneas al traer nuevamente a la memoria el cómo y por qué surgió esta conmemoración, así también es fundamental recordar cuáles son sus fundamentos políticos.

Cartel publicado en la URSS en 1832 llamando a una de las

primeras jornadas por el Día Internacioanl de las Trabajadoras

Origen

Aunque la Organización de las Naciones Unidas (ONU) reconoció hasta 1977 al 8 de marzo como el Día Internacional de la Mujer, en realidad la conmemoración tiene un origen muy distinto y que databa de 67 años atrás. Para la ONU la fecha solamente significa el reconocimiento de la lucha por los derechos de las mujeres.

Sin embargo, el Día Internacional de las Trabajadoras se instituyó por primera vez durante la Segunda Conferencia Internacional de Mujeres Socialistas celebrada el 26 y 27 de agosto de 1910 en Copenhague, Dinamarca. La propuesta había surgido de un par de revolucionarias socialistas que destacaron por su decisión y compromiso con el movimiento obrero: Clara Zetkin y Alejandra Kollontai. Así, la primera jornada de lucha de las obreras se celebró el 19 de marzo de 1911.

En nuestros días se ha difundido el mito del surgimiento de la fecha del 8 de marzo a partir de un incendio que ocurrió en una fábrica de textiles en Nueva York, EE. UU. en 1857. Tal versión es completamente falsa. En 1955 el periódico francés L’Humanite publicó un artículo dando ese falso origen a la conmemoración con la finalidad de restarle vinculación con el comunismo. En realidad la fecha fue retomada de los primeros intentos realizados para crear una jornada de lucha de las trabajadoras. Estas se remontan a 1908, cuando el Comité Nacional de la Mujer del Partido Socialista de los Estados Unidos convocó a una serie de manifestaciones exigiendo el derecho a sufragio de las mujeres y el fin de las condiciones inhumanas en las fábricas. Dadas las condiciones, la propuesta se propagó rápidamente y tuvo su punto de inflexión cuando la retomaron las revolucionarias Kollontai y Zetkin.

No obstante, hasta aquí no se ha hecho explicito un punto fundamental en la conmemoración del 8 de marzo: el Día Internacional de las Trabajadoras es el resultado de dos procesos históricos simultáneos y constantemente engarzados. Por un lado se trata de la opresión social hacia la mujer y, por el otro, de la continua división del trabajo. Por ello es que las propuestas originales para instaurar una jornada de lucha de las obreras es también una oposición decidida a los feminismos burgueses (en su mayoría solamente sufragistas).

De las mujeres al feminismo

Quién suponga que la sujeción a la que las sociedades patriarcales someten a las mujeres ha sido un elemento permanente en la humanidad, comete un grave error. Las evidencias paleontológica y antropológica indican que en las sociedades prehistóricas no había una división tajante del trabajo. En las comunidades de cazadores-recolectores la mayor parte de los integrantes participaban indistintamente tanto en las tareas de subsistencia. Pero esos grupos humanos también se organizaban, para ello recurrían a las asambleas comunitarias en que tanto hombres como mujeres tenían igualdad para la toma de decisiones. En las sociedades que permanecieron aisladas por mayor tiempo, todavía hasta el siglo XIX, las formas organizativas nómadas persistieron. De tal suerte que las exploraciones realizadas por el escocés David Livingston en África, el estadounidense Lewis H. Morgan en las comunidades indígenas de Estados Unidos y los colonizadores rusos en las estepas del Asia Central, aportaron una serie de relatos bastante descriptivos sobre las costumbres de ese tipo de pueblos en que la división del trabajo por sexos aún no estaba tan desarrollada. Una muestra de esas formas de sociedad quedó plasmada en la literatura clásica rusa; en la novela Taras Bulba de Nicolai Gógol se refleja que los cosacos ucranianos de la primera mitad del siglo XIX aún conservaban formas organizativas en que el peso de las mujeres es, al menos, similar al de los hombres. En resumen, no puede afirmarse que la opresión sobre la mujer sea un elemento “natural” entre los seres humanos, sino que es una construcción social que así como fue planteada en un momento dado y bajo circunstancias específicas, también es susceptible de dejar de existir como resultado de un proceso de transformación social.

La aparición de la división original del trabajo, definiendo las tareas según el género de los individuos, trajo consigo la separación de las tareas en dos tipos distintos: trabajo productivo y trabajo reproductivo. Es decir, el indispensable para generar los medios que satisfagan las necesidades sociales y aquél que incluye todas las tareas prácticas de manutención de los individuos en sus necesidades más inmediatas. Cabe aclarar que el trabajo productivo y reproductivo a los que me he referido aquí son distintos de la forma en cómo se presentan esos conceptos en una estructura capitalista. En el caso de la división primitiva del trabajo me estoy refiriendo, por trabajo reproductivo, simplemente a las tareas de cuidado de la familia. En cambio, por trabajo productivo estoy haciendo referencia a todas aquellas tareas que tienen que ver con la agricultura, la ganadería, la producción de herramientas y artesanías.

Con el paso al sedentarismo, la división del trabajo continuó su proceso de complejización, es decir, se fueron creando cada vez más especialidades. Hasta que en un punto específico surgió una parte de la sociedad que comenzó a disponer de tiempo libre. Esa fracción de la sociedad pudo dedicarse a perfeccionar las labores intelectuales, tanto la administración de los recursos, como la generación de explicaciones sobre el mundo que rodeaba a esos seres humanos y la creación de arte. Con ello también surgieron las primeras formas del Estado. En medio de ese proceso de complejización de las tareas, la situación de las mujeres comenzó a cambiar de manera drástica. La aparición de las estructuras organizativas de la sociedad como entes permanentes, es decir como Estados, significó la consolidación de la superposición de una parte de la sociedad sobre la gran mayoría de ésta. Por consecuencia, significó la consolidación de la opresión de una minoría sobre toda la comunidad. No se deje de notar que el carácter opresivo del Estado se funda en la división del trabajo, pues ello permitió que, al haber sido la división sexual la primera manifestación de tal reparto de tareas, las mujeres fuesen las primeras en caer víctimas de dicha opresión social. Aunque, no pudo haber sido un cambio social tranquilo, hay indicios que apuntan a que el sometimiento de la mujer hacia el varón implicó un sobreesfuerzo social, sobretodo en el plano ideológico. Mientras en los vestigios culturales más antiguos se distingue una fuerte apreciación de la figura femenina: en muchos sitios se ha encontrado que las más primitivas deidades estaban asociadas con la mujer, lo cuál sugiere que en aquellas sociedades no se relegaba a las mujeres a los papeles secundarios. Algunos de esas señales permearon en las primeras civilizaciones. En Mesoamérica el culto a la Coatlicue (diosa de la tierra) estuvo muy extendido, aunque con diversos nombres. El caso mesoamericano es simplemente un ejemplo, en el resto del mundo se encuentran evidencias de que ocurrió algo similar. Justamente esas prácticas arraigadas en las sociedades primitivas se convirtieron en un gran obstáculo para el ejercicio a plenitud del dominio viril sobre las mujeres. El rompimiento ideológico impuesto por las nacientes clases hegemónicas de las sociedades fue sumamente violento en casi todas las culturas de la antigüedad. El prevalecer de las deidades masculinas, tomando a la religión como forma ideológica más dinámica entre los antiguos, requirió crear toda una mitología nueva que colocó a las figuras femeninas, primero como seres astutos pero traidores y segundo su trasmutación de sujetos en objetos. En muchas de las civilizaciones se habla de las mujeres en términos de una inferioridad moral frente al varón que solamente se mantienen en uso a causa de su utilidad como cosas que cumplen con tres funciones básicas: garantizan la reproducción de la humanidad, realizan las tareas de manutención de la familia y proveen de placer a los hombres. Para ilustrar el punto cabe recordar, una vez más, la mitología mesoamericana, en específico la mexica, en la cuál surgió el mito de Huitzilopochtli que justo después de nacer asesinó a su perversa hermana, la Coyolxauhqui, cuando ésta y sus 400 guerreros (las estrellas) pretendían matar a la madre de ambos, la Coatlicue. Más allá del lirismo del mito, se puede apreciar la asociación de la mujer a la maldad y la traición en contraste con la figura masculina que se asocia a las características más nobles de una sociedad dada. El hecho de tratarse de uno de los mitos fundacionales del pueblo mexica hace todavía más trascendente las relaciones ideológicas que se establecen en él. Entre los griegos y romanos también existen ejemplos de esas construcciones míticas: la diosa Eris se valió de la artimaña de la manzana dorada para causar discordia entre las olímpicas Hera, Afrodita y Atenea; de esa disputa entre las diosas se motivó la guerra de Troya en la que las contrincantes se valieron de todos sus recursos para engañar a los hombres. También en las llamadas culturas clásicas surgieron mitos como el de Helena de Troya, el de Europa o el de las Sabinas en que se coloca a las mujeres como simples botines de guerra. Los pueblos semitas también ofrecen ejemplos interesantes de esas construcciones ideológicas que sirvieron para crear una dominación masculina. El más difundido de todos fue el de la creación de Adán, que según la tradición, antes de recibir a Eva (subordinada a él) como su compañera tuvo a Lilith (igual a él) como su pareja. Sin embargo, los sacerdotes hebreos que se encargaron de escoger los textos paleobíblicos prefirieron olvidarse de Lilith puesto que Eva garantizaba un modelo de mujer sometida al varón.

Al tener el mismo origen que la dominación de clase, la de género tampoco es un fenómeno natural, como ya se ha dicho antes, ni mucho menos homogéneo. A todos los niveles de las sociedades en que se ha consolidado la dominación de género, se presentan inconsistencias individuales que continuamente cuestionan la hegemonía masculina. Sin embargo, su aislamiento tanto en términos cuantitativos como cualitativos permite crear las condiciones ideológicas de una sociedad tendiente al patriarcado.

Durante la época feudal se acentuaron y extendieron los patrones de dominación masculina. Gracias a la difusión de los dogmas de la corriente cristiana triunfante: el catolicismo en sus ramas apostólica y ortodoxa, el papel social de la mujer como un objeto atenido a la voluntad del hombre. Las continuas guerras entre los señores feudales, así como las confrontaciones de las cruzadas, reforzaron la sujeción de la mujer. Cada aspecto de la vida cotidiana llevaba implícito alguna forma en que se expresaba tal dominación. Desde la política en que se hacía patente la servidumbre hasta lo más privado: la sexualidad. La mujer vista tanto como botín de guerra mediante el derecho del vencedor en el campo de batalla a ultrajar a las mujeres del vencido, aunque también la mujer vista como garantía de la persistencia de la propiedad feudal. En el segundo caso, la legítima prole que una madre le diese al noble dos cosas: por un lado le permitía al dueño del feudo disponer de suficientes oficiales para mandar a su ejército en la guerra, y por el otro, garantizar el control sobre las tierras apropiadas violentamente. Esto se conseguía tanto por la herencia como por el arreglo de los matrimonios, de aquí que el linaje se convirtiese en un elemento fundamental durante la llamada Edad Media.

A la par del lento ascenso de la burguesía, iniciado desde el siglo X, se fue consolidando el llamado amor cortés. Con ese fenómeno las relaciones de dominación de género adquirieron matices que en algún sentido atenuó la brutalidad previa. La imagen femenina construida en las novelas de caballerías o en las canciones de los trovadores se concretó en la sustitución de la idea de la mujer como trofeo al guerrero más poderoso en batalla, por la de la mujer como trofeo a la mayor astucia, fidelidad y perseverancia. Sin embargo, los amores inflamados de pasión no cambiaron en esencia la situación de la mujer como objeto de la dominación masculina. Solamente dieron pie al surgimiento de una expresión distinta de ésta.

La irrupción en la historia de los prolegómenos de la clase capitalista vino de la mano de un perfeccionamiento de la división social del trabajo, a tal punto que la separación de las tareas productivas y reproductivas se hizo aun más tajante. Si entre las familias de siervos las mujeres tenían una activa participación en muchas de las labores del campo, en contraste a las mujeres burguesas se les quitó cualquier posibilidad de participación en las actividades económicas: se les relegó a la simple procreación. En realidad el modelo familiar (padre proveedor, madre formadora e hijos obedientes a los designios paternales) que tanto defienden los sectores más conservadores de las sociedades contemporáneas no es tan tradicional como dicen, sino que data de ese período entre los siglos XVI al XVIII.

Pero si bien la clase capitalista llevó hasta su máxima expresión la dominación de género, en contraste su afianzamiento como la clase hegemónica, con el establecimiento del capitalismo como modo de producción, trajo también los medios para el aniquilamiento del sometimiento de la mujer. Las ideas de la Ilustración aunadas a las transformaciones prácticas de la Revolución Industrial sentaron las bases para la ruptura con la ideología de supremacía viril.

Las ideas ilustradas se propagaron rápidamente con la Revolución Francesa difundieron una nueva propuesta ideológica en que resaltaba la igualdad de derechos para todos los seres humanos. Bueno, en realidad la igualdad que se planteaba originalmente por los revolucionarios era exclusivamente entre los hombres, lo cuál excluía tajantemente a las mujeres. Sin embargo, al igual que con los movimientos abolicionistas, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (publicada el 26 de agosto de 1789) fue el origen de los movimientos libertadores de las mujeres. Aunque también es justo decir que esos primeros movimientos estaban vinculados a la parte más conservadora de la naciente burguesía francesa, es decir al club de los Girondinos. Ese fue el caso de Marie Gouze, mejor conocida con el pseudónimo de Olimpe de Gouges, quien en septiembre de 1791 publicó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. A este primer esbozo de feminismo le fue realmente mal, tanto Olimpe de Gouges como muchas de sus partidarias fueron terriblemente perseguidas por su filiación aristócrata-burguesa, de hecho la escritora solicitó a la protección de la reina María Antonieta para sus propuestas. Otra de las primeras activistas que impulsaron los derechos de las mujeres durante la revolución francesa fue, la también girondina, Charlotte Corday, quién pasó a la posteridad por haber asesinado al jacobino Jean Paul Marat, el Amigo del Pueblo, mientras éste tomaba un baño medicinal. Desde una perspectiva histórica revolucionaria, el papel que desempañaron esas primeras defensoras de los derechos de la mujer, no pretendieron generar cambios realmente profundos en la organización social de la época, en mucho ello se debió a su pertenencia a la aristocracia. No podía ser de otra manera, dado que durante el Ancien Régime únicamente las mujeres aristócratas tenían la posibilidad de educarse y tener una cultura mucho más refinada, lo cuál incluye el acceso a las ideas de la Ilustración. En cambio, las mujeres que provenían de las clases sociales menos favorecidas tenían motivos para oponerse a la existencia de la aristocracia, pero carecían de los elementos teóricos suficientes para proponerse la emancipación de la mujer y su consecuente igualdad con sus compañeros hombres.

El complemento del pensamiento emancipador emanado de la Revolución Francesa, surgió como una combinación de ideas derivadas del proceso de industrialización. Por principio de cuentas debe recordarse que la Revolución Industrial ocasionó un tremendo vuelco en las relaciones sociales. El cambio de las relaciones de producción originó una transformación profunda de las relaciones familiares. Mientras a las señoritas de las buenas familias aristócratas y burguesas de la Inglaterra de finales del Siglo XVIII, sufrían los tormentos de una vida llena de lujos y ocio; las campesinas recién llegadas a las ciudades, además de las esposas e hijas de antiguos artesanos eran arrastradas a la miseria o devoradas por las máquinas.

Es cierto que en la era precapitalista la división del trabajo en los campos no era tan tajante como para alejar a la mujer, en forma absoluta, de las tareas productivas. Aunque en los gremios artesanales sí lo era. Una mujer era tan mal vista entre la tripulación de un barco como en un taller artesanal. La introducción de las máquinas, durante la revolución industrial, transformó rápidamente la situación. Al afianzarse como factor clave de la producción, el capital, realizó una doble tarea: originó una mayor especialización del trabajo al mismo tiempo que generaba una simplificación de las tareas. Por igual, la maquinaria eliminó tanto a la fuerza bruta como al conocimiento completo del proceso productivo. Por primera vez a los talleres se les permitió el acceso a campesinos recién llegados a las ciudades, a niños que pudiesen caminar y a las mujeres. En algunas industrias, inclusive, la fuerza de trabajo femenina desplazó completamente a la masculina. No necesariamente por una mayor o menos capacidad laboral, sino como consecuencia de las propias desigualdades de género; de las cuáles el capitalismo sacó provecho. Al estar relegadas de los talleres, las mujeres carecían de los conocimientos técnicos de la producción artesanal, en consecuencia en los comienzos de la Revolución Industrial el salario que las obreras podían exigir era mucho más bajo que sus compañeros con experiencia artesanal. Con el paso del tiempo, el acelerado crecimiento de la industrialización en lugar de mitigar las desigualdades laborales, las ahondaron. La enorme proletarización de familias campesinas fue una fuente inagotable de mano de obra barata para las industrias, la cuál reemplazaba constantemente a la que iba adquiriendo demasiada experiencia para lidiar y negociar con los patrones.

Según los datos que Federico Engels logró recopilar de las fuentes oficiales británicas en su libro La situación de la clase obrera en Inglaterra, para 1839 la industria textil en el Reino Unido había alrededor de 419,560 obreros, de los cuales 242,296 eran mujeres, es decir más de la mitad. Pero de éstas, el 46% eran menores de los 18 años de edad (véase F. Engels, La situación…, Cultura Popular, 1975, p. 176-177).

Mas las máquinas no solamente succionaron la sangre de las obreras, la industrialización también exigió su tributo de sangre femenina al expandir los abusos a los cuáles estaban sujetas (incluso crímenes) y a los horrores de la pauperización. El hacinamiento creciente de las grandes ciudades derivó en problemas de violencia familiar en que las víctimas más comunes eran los menores de edad y las mujeres. Golpes, insultos, vejaciones sexuales; se convirtieron en cosas cada vez más comunes en los barrios obreros. Por su lado, tanto la mendicidad como la prostitución femeninas fueron las salidas más próximas ante la miseria progresiva. Al respecto resultan interesantes los datos que C. Marx retomó de Ch. Loudon, Solution du problème de la population, pues según ellos para 1844 en Inglaterra había entre 60,000 y 70,000 prostitutas. La duración de vida de las mujeres que ingresaban a ese oficio se acortaba, en promedio, a unos seis o siete años después de comenzarlo (Véase, Carlos Marx, Manuscritos económico-filosóficos de 1844, Grijalbo, 1968, p. 28).

En resumen, la proletarización de las mujeres hizo, al igual que con sus compañeros hombres, que éstas entrasen en un estado de sumisión más agudo que en cualquier etapa anterior. Dicha postración vino acompañada con la violencia, la humillación y la miseria. Aunque es justo apuntar, que las obreras se encontraron en una condición todavía más delicada que el obrero común, pues además de ser explotadas por el capitalista, padecían una doble opresión: la del patrón y la de su pareja masculina.

En medio de la extenuante situación que vivían los trabajadores ingleses se forjó el pensamiento de una joven llamada Mary Wollstonecraft (1759-1797). Mary nación en el seno de una familia de buenos ingresos, pero la ambición del padre hizo que perdiesen toda su fortuna hasta tal punto que durante la adolescencia y juventud de la pensadora inglesa, la miseria estuvo más que presente. Además de presenciar las primeras consecuencias de la Revolución Industrial, viajó a Francia para presenciar la Revolución francesa. En ese ambiente, Wollstonecraft escribió un texto decisivo que sirvió como precursor del movimiento feminista: la Reivindicación de los derechos de la mujer. Aunque Mary falleció muy joven, apenas contaba 38 años, dejando una gran cantidad de trabajos inconclusos. No obstante, sus planteamientos no se quedaron ahí.

Algunos años después, una criolla peruana, Flora Tristán (1803-1844), tomo en serio los planteamientos de Wollstonecraft y los llevó hasta un nuevo sitio: las fábricas. Tristán, como mencionaba, nació en una familia criolla asentada en el virreinato del Perú; pero la muerte de su padre, el coronel Mariano Tristán y Moscoso en 1807, dejó desamparada a la familia. Esa situación motivó a la joven Flora a probar suerte en Europa, específicamente en París. En aquella ciudad entró a laborar como obrera en un taller de litografía. Dos años después se casó con el propietario del taller, André Chazal, con quién procreó a tres hijos. Sin embargo, el matrimonio no funcionó así que la pareja terminó divorciándose. La situación civil de Tristán, como madre divorciada, la relegó socialmente. Intentó recuperar la herencia de su padre, cosa que no consiguió; pues pese a que su tío Juan Pío Tristán y Moscoso estuvo dispuesto a darle ayuda económica, no permitió que Flora obtuviese el legado de su padre. Ante el fracaso de sus tentativas, Tristán emprendió el viaje de regreso a Francia en 1838.

A partir de su vuelta a París se dedicó a participar en las campañas en favor de la emancipación de la mujer. La intensa actividad política desplegada por Flora combinaba sus experiencias personales con las ideas que aprendió leyendo los textos de Mary Wollstonecraft, a tal grado que en poco tiempo enfocó sus esfuerzos sobre el grupo de mujeres más relegado en la sociedad: las obreras. En sus últimos dos folletos, La unión obrera (1843) y el póstumo La emancipación de la mujer (1845-1846), Tristán enraizó la emancipación de la mujer en el socialismo obrero que tanta fuerza adquirió en los años 1840.

Mientras las ideas propuestas por las girondinas encabezadas por Olimpe de Gouges fueron precursoras del feminismo sufragista, que al tener un carácter de clase abiertamente burgués, se limitó a exigir una llana igualdad. En cambio, la línea de pensamiento desarrollada entre Wollstonecraft y Tristán dio pie para que las diversas ramas del socialismo generasen formas del feminismo más radicales, pero que a final de cuentas convergen en una cosa: cualquier igualdad entre hombres y mujeres tiene como requisito indispensable la liberación de la clase obrera.

Así, desde finales del siglo XIX y comienzos del XX surgió por fin el movimiento por la reivindicación de los derechos da la mujer, claro que con las diferencias antes mencionadas.

Día internacional de las trabajadoras

Cómo apunté arriba, el 8 de marzo se ha vaciado de muchos de sus contenidos originales, no porque hayan perdido validez sino porque la correlación de fuerzas ha tendido a favorecer, al menos por el momento, a las propuestas de feminismos burgueses, simplemente igualitaristas. No obstante, las propuestas que en su momento presentaron Clara Zetkin y Alejandra Kollontai incluían una crítica durísima contra ese tipo de feminismos que hoy pretenden colgarse de la jornada de lucha. Hasta el momento, los avances de esas líneas feministas han conseguido que todo se reduzca a una Jornada Internacional por los Derechos de la Mujer (tal como la reconoce la ONU).

En su defensa del día de la mujer, en 1913, Kollontai escribió: “El retraso y la falta de derechos sufridos por las mujeres, su dependencia e indiferencia no son beneficiosos para la clase trabajadora, y de hecho son un daño directo hacia la lucha obrera” (A. Kollontai, El Día de la Mujer). Pese a que la revolucionaria rusa enmarca el feminismo como parte de la lucha de clases, la idea citada aún podría ser reivindicada por los feminismos burgueses más radicalizados. El hecho es que la igualdad entre géneros, entendida en términos simples, deja en pie todas las diferencias físicas y sociales que se han construido a lo largo de la evolución de la humanidad.

Un poco más adelante, la misma Alejandra dejó sentadas las diferencias fundamentales entre las dos formas del feminismo: “¿Cuál es el objetivo de las feministas burguesas? Conseguir las mismas ventajas, el mismo poder, los mismos derechos en la sociedad capitalista que poseen ahora sus maridos, padres y hermanos. ¿Cuál es el objetivo de las obreras socialistas? Abolir todo tipo de privilegios que deriven del nacimiento o de la riqueza. A la mujer obrera le es indiferente su patrón es hombre o mujer”. En síntesis, puede ser que después de los años 1960 (más de 50 años después del texto de Kollontai), el feminismo burgués haya adoptado las reivindicaciones de protección a la mujer dada su calidad de posible madre, pero mantuvo la principal diferencia: la de clase. Nunca ha sido más patente que en la actualidad, que al acceder a los puestos de poder las mujeres se comportan exactamente en los mismos términos que los hombres. Las capitalistas explotan por igual a hombres que a mujeres. Lo único que ha conseguido ese feminismo burgués es crear la igualdad para explotar (en el caso de patrones y patronas) y para ser explotados (tanto para las obreras como para los obreros). La mayor profundidad de la propuesta de un feminismo socialista que trabajaron las revolucionarias de comienzos del siglo XX, de la cuál Kollontai fue una extraordinaria representante, también queda demostrada en que los derechos políticos (así como los civiles) son un fin en sí mismos para las corrientes burguesas. En cambio, para las corrientes socialistas solamente se trata de medios indispensables e irrenunciables para la liberación de la clase obrera. La revolucionaria rusa expresó esa idea en los siguientes términos: “Las feministas burguesas están luchando por conseguir derechos políticos: también aquí nuestros caminos se separan: para las mujeres burguesas, los derechos políticos son simplemente un medio para conseguir sus objetivos más cómodamente y más seguramente en este mundo basado en la explotación de los trabajadores. Para las mujeres obreras, los derechos políticos son un paso en el camino empedrado y difícil que lleva al deseado reino del trabajo”.

El debilitamiento de los socialismos ha definido crucialmente a las más recientes conmemoraciones del 8 de marzo. Al enfocarse en las demandas de igualdad de oportunidades, eso sí considerando que ya no es la llana igualdad jurídica sino que se han incluido propuestas para contrarrestar algunas diferencias, en un doble proceso de degradación y asimilación. Del lado de la degradación es posible advertir que entre muchos estratos sociales se considera al feminismo, comenzando por varias mujeres, como una teoría poco realista que comúnmente cae en excesos. Por la parte de la asimilación, paralelamente al proceso de degradación ideológico ante la sociedad se presenta una respuesta de asimilación que en mucho momentos resulta hasta desesperante. Aprovechándose del vago grado de consciencia de clase que generan los feminismos burgueses (dominantes) los propios mercaderes del pensamiento han logrado crear toda una serie de ideas que únicamente tienen el objetivo de vender libros. Esas circunstancias han marcado las conmemoraciones del Día Internacional de la Mujer de las décadas recientes. Han vacilado entre las débiles propuestas de los feminismos serios y la chacota de la guerra de los sexos. Por eso no es casual que en lugar de ser una jornada destinada a realizar actividades para crear consciencia sobre el carácter obrero de las mujeres, se ha convertido en una fecha para festejar a quiénes tienen útero, como si una cuestión genética fuese un triunfo personal.

Las falsificaciones

Las dos oleadas recientes del feminismo burgués que acontecieron en las décadas de los años sesenta-setenta, una, y otra comenzada desde la década de los años 1990 hasta la fecha, le han dado una mayor profundidad a las demandas de las mujeres. Aunque no demasiada.

La oleada feminista de los años sesenta se enfocó en los derechos reproductivos y de las madres. No es casual que de ese contexto hayan surgido las ideas esencialistas que pretenden ver los papeles sociales que desempeñan los hombres y las mujeres como opuestos: mientras los unos son violentos por naturaleza, las otras son maternales; unos son competitivos y las otras son protectoras. Más allá del cándido idealismo que se expresa en esa rama del feminismo burgués es preciso señalar que su aportaciones al desarrollo social no son muy distintos, incluso se combinan, que los obtenido por el igualitarismo de principios del siglo XX. Se le abrieron puertas al capitalismo para profundizar la explotación de la clase obrera. La tendencia del capitalismo a ocupar una mayor cantidad de fuerza de trabajo al tiempo que se abarata el valor de ésta se reforzó con los feminismos burgueses, sobre todo con el de la oleada sesentera ya que el pretexto de las mujeres como custodias-formadoras de los críos se derrumbó. Los derechos reproductivos y la protección de los derechos maternos incremento el caudal de mujeres que se incorporaron directamente a la fuerza de trabajo. No se trata de negar que ese paso haya sido un avance en términos sociales, de lo que se trata es que esa apenas es la mitad de la tarea. Una vez más, no se trata de generar el derecho de las capitalistas a explotar a sus obreras, sino el de liberar a la clase obrera.

Por su parte, la oleada de los años noventa del feminismo burgués ha tenido el acierto de profundizar en los derechos a la libertad sexual, también el cuestionamiento de los papeles sociales que desempeñan el trabajo productivo y reproductivo, pero además el cuestionamiento a la unívoca comprensión de la dupla identidad femenina-masculino. Sin embargo, sus limitaciones permiten que tanto la explotación de clase como la enajenación sexual continúen favoreciendo a la clase hegemónica sin mayores obstáculos. Entre los planteamientos cuestionables, como el de la idealización de la sexualidad al rechazar el binomio del género binario, y el abiertamente erróneo concepto del empoderamiento, la tercera oleada del feminismo burgués está demostrando que carece de fuerzas reales para plantear verdaderos cambios sociales que se basen una mayor equidad entre los seres humanos. Por un lado es discutible que la orientación sexual sea el origen de nuevos géneros. ¿Hasta qué punto la heterosexualidad, la homosexualidad, la bisexualidad son suficientes elementos para hablar de géneros distintos a las mujeres y los hombres? El derecho de cada trabajador a tener orientación y preferencias sexuales debe ser defendido con la misma enjundia que el derecho a la libertad; pero parte de la consciencia de clase implica asumir las condiciones objetivas de vida para poder construir una subjetividad libertadora, que no es lo mismo que solapadora de la enajenación. Por el otro lado, el empoderamiento (whatever that means) no es más que una nueva palabra que intenta enmascarar un problema antiguo del feminismo: reproduce los derechos de explotación entre las capitalistas y las obreras.

Pero las falsificaciones de la liberación de las mujeres no terminan aquí. Hasta este punto solamente me he referido, muy sintéticamente a las tendencias con mayor fundamentación teórica, pero el capitalismo también se ha encargado de educar a las trabajadoras con ideas bastante descoloridas sobre la equidad entre géneros. Las dos adulteraciones populares más importantes en nuestros días son el revanchismo y el igualitarismo. Ambos son fervientemente impulsados desde los medios de comunicación masiva y se han ido fijando en el pensamiento de muchas personas de las maneras tan sutiles como diversas. La guerra de los sexos y las historias de éxito de mujeres que han logrado empoderarse son dos de los instrumentos en que se han afianzado dichas tendencias populares.

La deferencia entre ambas radica no tanto en su contenido, sino en los matices que persiguen: una va enfocada a mujeres con un carácter más fuerte que pretenden hacer sufrir a sus compañeros la opresión de la cuál ha sido objeto el género femenino. Mientras que a las igualitaristas se centran más en que las mujeres pueden realizar exactamente las mismas labores que los hombres, pero mejor. El efecto de ambas adulteraciones feministas es que la unidad y compromiso de clase se dificulta al establecer la barrera ideológica que separa a los hombres de las mujeres. Barrera que, en ocasiones, genera una desconfianza falsa pero infranqueable.

El llamado

El repliegue del socialismo ha resultado en el estancamiento de la teoría, incluyendo el trabajo sobre la construcción de una propuesta revolucionaria sobre el feminismo. Es necesario recuperar tan abandonada tarea. Es cierto que la revolución del proletariado será la base de una verdadera liberación del ser humano y la aplicación de verdaderos criterios de equidad. Sin embargo, dicha base no podrá dar frutos sin una estructura teórica que le dé cuerpo a una nueva vida que supere las relaciones sociales que ha creado el capitalismo. Pero también es cierto que no es necesario esperar hasta que la revolución se afiance para comenzar a practicar nuevas formas para relacionarse con los demás: formas que en sí mismas sean una crítica feroz y demoledora a las relaciones capitalistas. Lo anterior pasa por desarrollar también una nueva ética y una nueva moral que no se basen ya en dogmas que apoyen el predominio de la clase hegemónica, sino que se fundamenten en una perspectiva que sea al mismo tiempo de clase y científica.

La construcción de una nueva teoría socialista del feminismo implica replantearse las diferencias entre trabajo productivo y reproductivo, así como los roles sociales que tanto hombres como mujeres desempeñan socialmente frente a dichas formas del trabajo. Pero también el replantearse la propia sexualidad e, incluso, las relaciones de pareja; en los últimos años tanto las tendencias pro-anarquistas como algunas corrientes del liberalismo burgués progresista se han planteado el poliamor, ese es un avance en cuanto a la crítica de la pareja fundada en la propiedad privada (característica del capitalismo) pero en ninguna de sus vertientes logra realmente ser una superación de la ideología dominante. Al respecto será importante encontrar una mediación entre el libre ejercicio de la sexualidad con el compromiso. En una sociedad socialista es incomprensible la apropiación del cuerpo ajeno, pero también es inadmisible el desapego individualista que fomenta el capitalismo. Hallar una mediación entre la libertad sexual (incluyendo orientación y preferencias) con la tendencia evolutiva a la moderación de la sexualidad. Es falso el planteamiento de la ciencia burguesa sobre la monogamia como un producto de la constante evolución de la especia humana, pero también es necesario que para el pleno desarrollo de la sociedad sus integrantes lleven sus capacidades intelectuales hacia el perfeccionamiento, lo cuál implica la necesidad que la razón no elimine a las pasiones, pero que tampoco éstas se impongan a la razón. Tanto la violencia como la inacción suelen ser producidas, al menos en parte, por el predominio de lo hormonal sobre lo racional.

Es una tarea dura, además de grande, pero es inaplazable para avanzar hacia la liberación de la clase obrera. Por lo pronto, podemos ir comenzando con retomar el espíritu original de la jornada del 8 de marzo: fomentar que las obreras del mundo eleven sus niveles de consciencia como parte del proletariado y unan sus demandas a las de todo el movimiento obrero.


4 comentarios:

sagandhimeo dijo...

Este artículo es lo que siempre quise que fuera mi ensayo sobre EL GÉNERO, publicado en este mismo blog. De hecho sigue más o menos el mismo desarrollo temático pero con la argumentación y los datos que siempre soñé, jeje.

La única crítica que tengo es que al final parece sugerir que hay que encontrar un equilibrio entre razón y pasión, lo cual no me parece acertardo y ya Engels había criticado esa posición en Dial. de la Nat. Pues razón y pasión tienen que ser dominadas al unísono, en tanto conforman nuestra naturaleza interior.

sagandhimeo dijo...

La cita está en el antidüring y dice: "Según Düring, la libertad consiste en que la comprensión racional tira del hombre hacia la derecha, los instintos irracionales tiran de él hacia la izquierda, y en este paralelogramo de fuerzas el movimiento real tiene lugar según la diagonal" (...)La libertad consiste, pues, en el dominio de nosotros mismos y sober la naturaleza exterior, basado en el conocimiento de las necesidades naturales.

Asaltante rojo dijo...

Bueno, no por ser Engels es forzoso estar de acuerdo con él. También los famosos teóricos del Materialismo Histórico eran humanos y en ocasiones planteaban cosas no tan convincentes. Sin embargo, entiendo la cita que haces del "Anti-Dühring" como un contrasentido a lo que expresabas en el primero. Mi interpretación de lo expresado por Engels es que es la razón la que debe predominar.
Creo que no soy quién para profundizar en temas tan delicados como los que expresé, no porque no me interesen, sino porque no me he metido en su desarrollo teórico, por ello es que desde el punto de vista histórico trato de enumerar los pendientes para construir una nueva teoría socialista del feminismo.
Lo que sí, propongo es que cualquier postura obrera sobre la vida parta, en efecto, de lo razonable para que lo afectivo no sea suprimido ni sirva como elemento de enajenación de la consciencia de clase. Hay que disfrutar plenamente la vida, pero partiendo de lo que es bueno para uno y para la sociedad.

sagandhimeo dijo...

de acuerdo con el matiz, agregaría que hay que dominar tanto a la razón como a la emoción, de lo contrario se caería en el idealismo o en el emotivismo, respectivamente.