El pasado 5 de febrero se conmemoraron 93 años de la promulgación de la Constitución de 1917 y 153 de la de 1857. Anteriormente, esta fecha era mucho más importante para el Estado mexicano. Sin embargo, conforme el programa neoliberal se ha ido imponiendo en México, el aniversario de la ley máxima del país se ha ido diluyendo de la memoria oficial. Sin duda la apuesta es por borrar de la conciencia popular dicho acontecimiento, porque la Constitución misma les impide continuar avanzando en la implementación de las reformas estructurales del neoliberalismo.
Durante muchos años, los gobiernos emanados del Partido Revolucionario Institucional (PRI) se dedicaron a presentar una conmemoración de la promulgación de la Constitución, demasiado frívola y que hacía ver al documento como una dádiva de los próceres priistas o protopriistas. En consecuencia, durante todos esos años se presentó al pacto supremo como una gran concesión que la burguesía pos-revolucionaria le hizo al pueblo mexicano para salvarlo de la amenaza de la burguesía rentista del porfiriato.
La gran mentira del régimen priista que mostraba una noble y desinteresada clase capitalista interesada en el progreso y bienestar del país, ha sido sustituida, durante la etapa neoliberal, sobre todo en los diez años más recientes, por otra mentira todavía peor: el olvido por indiferencia. La Constitución de México no fue un regalo de buena voluntad de la clase capitalista, ni un producto de la generación espontánea y mucho menos un bodrio que deba olvidarse así sin más, sólo porque le resulta incómoda a una facción de clase para poder ejercer su autoritarismo en pleno. Las constituciones en México han sido resultado de largos procesos de lucha popular que hace falta reconocer.
¿Qué es una Constitución?
Por principio de cuentas es necesario señalar qué es una Constitución. Abordar el problema desde una perspectiva revolucionaria se complica debido a que un contrato social de ese tipo, presupone los conceptos de Nación y Estado. Lo cuál constituye un límite infranqueable para las dos principales teorías revolucionarias: el anarquismo y el marxismo. Según la mayoría de las corrientes marxistas, el nacionalismo es un concepto burgués que solamente sirve para mantener oprimidos a los trabajadores. En conclusión, el obrero no tiene patria, es internacionalista. Por el lado del anarquismo, su aversión a todo lo que significa el Estado y su inamovible objetivo de destrucción inmediata de éste, hace imposible que se aborde seriamente el problema de los textos constitucionales.
Una elaboración que parta de una conceptualización más ortodoxa y menos dogmática del materialismo histórico, requiere profundizar en la reflexión sobre la contradicción entre el nacionalismo y el internacionalismo. Es cierto que el nacionalismo burgués, emanado de la Revolución Francesa, se convirtió rápidamente de una estructura social liquidó la dispersión de los feudos, en otra muy útil para mantener bajo control a las clases subsumidas. En la nación los instrumentos que preservan la hegemonía capitalista son tanto objetivos (gobierno, policía, religión, etc.) como subjetivos. En el segundo caso es que se incluye al nacionalismo como elemento ideológico.
También es cierto que el capitalismo explota a la clase trabajadora en cualquier parte del mundo que ésta se halle. Por consecuencia, el proletariado tiene la misma esencia a escala planetaria, es decir, tiene un carácter internacionalista desde su origen mismo. El propio desarrollo de la lucha de clases se encarga de afianzar el internacionalismo de la clase obrera, sin embargo, la toma de poder derivada de una revolución exige la construcción de un Estado, por tanto, presupone erigir un nuevo nacionalismo: un nacionalismo proletario que en nada se parezca al sentimentalismo burgués. En otras palabras, una forma de nacionalidad que no resulte excluyente, sino incluyente; que identifique las diferencias particulares entre regiones pero que mantenga como prioritario al internacionalismo.
Por sí mismas, estas premisas sobre la necesidad de la construcción revolucionaria de un nacionalismo obrero, presuponen que la nación es un concepto dinámico. Es decir, que constantemente va modificándose. Ese devenir es condicionado por el estado en que se encuentre la lucha de clases. En ese sentido, las Constituciones son precisamente contratos que plasman la correlación de fuerzas en momentos históricos decisivos. Sin embargo, el hecho de la perpetuación escrita de un instante preciso implica, a un mismo tiempo, una condensación de las tendencias históricas anteriores y una guía que deja una profunda huella en el desarrollo ulterior de las siguientes. En una frase: la Constitución establece los límites sobre los cuales se desarrollan las clases sociales dentro de un mercado interno específico. Aunque, no debe perderse de vista que los límites que establece una Carta Magna no son, en la práctica, algo inquebrantable y que eventualmente también es susceptible de ser modificado gracias a los grandes cambios en la correlación de fuerzas.
Origen moderno
Todas las Constituciones modernas derivan de un documento redactado en la Alta Edad Media, la Carta Magna. Esa Constitución surgió en 1215 como una solución práctica ante las frecuentes confrontaciones entre la nobleza de origen anglosajón y la de extracción normanda. Cabe señalar que éstos mantenían subyugados a aquéllos. Desde que Guillermo el Conquistador, duque de Normandía, se apoderó del trono inglés en 1066, la nobleza de origen francés tuvo la supremacía sobre Inglaterra hasta 1485. La hegemonía francesa, primero con la casa de Normandía, después con los Plantagenet, la Lancaster y finalmente la casa de York, se caracterizó por los abusos en contra de los nobles anglosajones. Aprovechando la grotesca política del rey Juan sin tierra, hermano menor y heredero de Ricardo I corazón de león, los barones anglosajones consiguieron que el 15 de junio de 1215 el rey firmase en Runnymede la Magna Carta Libertatum, mediante la cuál se creó un consejo de 25 barones encargados de fiscalizar, y en su caso limitar, el poder del monarca; así mismo se regulariza el derecho feudal, al tiempo que se extiende hacia los campesinos, artesanos y comerciantes, de modo tal que ya no se enjuiciase a los súbditos solamente por decisión del rey; finalmente, la monarquía también se comprometía a respetar las libertades religiosas y políticas de sus vasallos.
La Carta Magna de 1215 fue la base que dio origen a las Provisiones de Oxford y la consecuente creación del Parlamento. Para 1258 las decisiones políticas implementadas por Enrique III de Inglaterra produjeron un nuevo conflicto con la nobleza anglosajona, lo que resultó en la rebelión de los barones encabezada por Simón V de Montfort. La conclusión de dicho conflicto se dio con la aceptación por ambas partes de las Provisiones, que incluían buena parte de las estipulaciones de la Carta Magna, salvo que el consejo de barones estaría conformado por 24 (12 electos por la nobleza y 12 por el rey) y no por 25 miembros. Durante poco más de un siglo las disputas entre la nobleza y la realeza inglesa hicieron que la aplicación de la Constitución y del Parlamento fuese esporádica. Fue hasta el siglo XIV, en medio de la Guerra de los Cien Años que por fin se estableció de manera permanente la existencia de la Cámara de los Lores y la Cámara de los Comunes.
En cierto modo, la Constitución de los Estados Unidos de América, redactada en 1787, fue un notable perfeccionamiento del modelo inglés. Una mejora que se logró aprovechando la ausencia de un monarca y una nobleza que contaminasen el proceso de creación de la República Federal. Tal estructura política es la que a la postre le ha resultado más benéfica a la burguesía para la acumulación de capital.
El carácter definitivo de la Constitución como ley suprema que tiene la doble función de ser la coagulación de la lucha de clases precedente y la guía en la procedente quedó fijado por las guerras civiles inglesas del siglo XVII. El desarrollo de una nueva clase social, la burguesía, trajo consigo importantes avances intelectuales que se mostraron más claramente en el pensamiento de Thomas Hobbes y de John Locke, quienes con en sus trabajos teóricos fundamentaron la importancia de la soberanía popular y de la creación de un poder legislativo colegiado. Tales contenidos intelectuales fueron los que le dieron profundidad a dichas guerras. La instauración de la República inglesa entre 1649 y 1660 con Oliver Cromwell a la cabeza, así como la Revolución Gloriosa de 1688, desembocaron en la firma del Acta de Derechos que además de colocar a Guillermo de Orange en el trono de Inglaterra, también le otorgó al Parlamento la capacidad de elaborar las leyes y ya no solamente la de servir como consejero del reino.
El Siglo de las luces contribuyó a ampliar las teorías de la burguesía sobre las Constituciones con el perfeccionamiento que Juan Jacobo Rousseau hizo de la idea de Hobbes sobre el establecimiento de un Contrato Social entre el pueblo soberano y su gobernante. Esas ideas se pusieron rápidamente en práctica al estallar la Revolución Francesa en 1789. Pese a sus profundas diferencias, las Constituciones francesas de 1791, 1793 y 1795 tienen en común el haber implantado los límites del poder. Gracias a estos avances, la burguesía le asestó el golpe definitivo al antiguo régimen feudal que pese a su resistencia formal, fue aniquilado en la época del Imperio napoleónico.
Las Constituciones en México
Los primeros antecedentes de una Constitución que aplicase en el territorio mexicano, fue hacia finales de la etapa virreinal. Entre 1808 y 1921 se promulgaron tres textos constitucionales que debieron ponerse en práctica, pero que en la realidad su existencia fue meramente declarativa. La primera de ellas fue el Estatuto de Bayona de 1808, que fue la Constitución bajo la cuál gobernó José Bonaparte en España. La segunda fue la Constitución de Cádiz, promulgada en 1812 por los liberales españoles que se oponían a la invasión napoleónica. Finalmente, la Constitución de Apatzingán fue la primera redactada para el territorio mexicano desde la propia América y por las fuerzas insurgentes. La importancia de la de Cádiz y la de Apatzingán radica precisamente en que además de ser muy liberales para su tiempo, fueron el resultado palpable de la lucha de los pueblos por obtener su independencia. Tanto las Cortes Generales como el Congreso de Chilpancingo tuvieron que atravesar un proceso muy duro de confrontaciones que le costaron la vida a miles de personas solamente para poder ser redactadas. Una vez elaboradas y promulgadas, ambas Constituciones, pese a que no tuvieron aplicación práctica, fueron un referente que alentó la lucha popular por la independencia.
La primera Carta Magna que tuvo validez en México fue la Constitución de 1824. Ese primer documento fue el resultado de once años de guerra en contra de los colonialistas españoles y de tres años más de pugnas intestinas. El establecimiento de una república federal, representativa y católica como principios fundamentales de dicha Constitución demostraron que el sector social que tuvo más claro que la independencia solamente era un instrumento en la lucha de clases y, por lo tanto, estuvo en mejores condiciones para aprovechar los esfuerzos desplegados por el pueblo, fueron los criollos que se habían conformado como una burguesía rentista.
En la Constitución de 1824 se perciben ciertos avances del liberalismo al introducir el concepto de República Federal, sin embargo, el misticismo sectario de la francmasonería, careció de la claridad suficiente para aprovechar las condiciones sociales que llevasen hasta sus últimas consecuencias la implementación de políticas que permitiesen un desarrollo más profundo de las fuerzas productivas: un desarrollo saludable del capitalismo. A diferencia de sus pares estadounidenses, los masones mexicanos no comprendieron la necesidad por establecer su autonomía frente a las concepciones de la francmasonería internacional.
Aprovechando la indigencia intelectual de los primeros liberales, los rentistas criollos, más interesados en mantener ciertas estructuras económicas precapitalistas que en otra cosa, pues éstas eran la fuente de su supremacía sobre el resto de la sociedad.
Las diferencias entre liberales y conservadores derivaron en constantes confrontaciones. De ahí que durante los primero 30 años de independencia de México, el pueblo careciese de una dirigencia capaz de concretar sus esfuerzos en un auténtico desarrollo de las fuerzas productivas. De 1824 a 1854 esas pugnas se tradujeron en la aplicación alternativa de la Constitución federalista y los textos constitucionales de carácter centralista. Las Siete Leyes de 1835 y las Bases Orgánicas de 1843 fueron los dos intentos del centralismo que consiguieron cuajar como Constituciones que sustituyeron a la de 1824. Inclusive, las Siete Leyes fueron uno de los motivos que generó el intento de Yucatán por independizarse y la Guerra de Texas que culminó con la separación de dicho estado mediante los Tratados de Velasco y la posterior anexión de dicho territorio a los Estados Unidos.
El convulso inicio de la república mexicana no se debió a la ausencia de disposición del pueblo mexicano a construir una nación, sino a la ausencia de una dirigencia que encausase los sacrificios de la sociedad.
Fue hasta 1855 cuando la Revolución de Ayutla triunfó, que el rumbo político del país pudo enmendarse un poco. Al año siguiente se comenzaron a crearse las Leyes de Reforma y para el 5 de febrero de 1857 se promulgó una nueva Constitución en la ciudad de Querétaro. La Constitución de 1857 fue el texto que simbolizó, durante los años siguientes, la lucha entre liberales (con Benito Juárez a la cabeza) y conservadores (quienes trajeron a Maximiliano de Habsburgo como emperador).
En cierto sentido, la del ’57 fue la Constitución que sentó las bases para el desarrollo del mercado interno mexicano, sobretodo tras las modificaciones que se le hicieron en el Congreso Constituyente que promulgó la Constitución de 1917. A esta última se le hicieron agregados notables que afectaron a la agricultura y la industria, los cuáles obligaron al capitalismo a desarrollarse con mayor amplitud.
El liberalismo triunfante
El triunfo del liberalismo a mediados del siglo XIX fue el resultado de un largo proceso de confrontación entre la incipiente burguesía que pretendía industrializarse y la aberrante burguesía terrateniente. La segunda de éstas era la heredera de los hacendados coloniales, por consecuencia prefería conservar las estructuras sociales de servidumbre, además de los estrechos lazos del gobierno con el clero. Curiosamente, los terratenientes pretendían imitar las costumbres de la aristocracia europea anterior a la Revolución francesa. El obsesivo anacronismo de los conservadores mexicanos fue duramente criticado por observadores extranjeros de la talla de Madame Calderón de la Barca, quién en su La vida en México expuso la ridiculez que podía alcanzar la aristocracia mexicana. Pese a ser de origen criollo, el poder económico que había acumulado durante la época colonial fue inmenso, de ahí que se opusiesen sistemáticamente a aplicar reformas liberales.
Por su parte, la burguesía liberal mexicana, que pretendía generar las condiciones para implantar el capitalismo en el país, fue una burguesía que surgió durante los últimos años de la colonia. Por consiguiente su desarrollo intelectual y político era muy escaso durante los primeros años de vida independiente de México. Los pocos avances que este tipo de burguesía tenía por aquellos años, eran por la imitación de las ideas federalistas estadounidenses a través de la francmasonería. No fue un suceso casual, ni aislado, que el yucateco Lorenzo de Zavala, militante del rito yorkino, apoyase la separación de Texas en 1836.
La hegemonía conservadora en México se mantuvo hasta que Juan Nepomuceno Álvarez lanzó el Plan de Ayutla para derrocar la dictadura de Antonio López de Santa Anna. Con ello fue posible generar implementar una verdadera reforma liberal. Cosa que anteriormente había intentado Valentín Gómez Farías, pero que siempre se encontró con la reticencia de los santaannistas.
No es que antes de la promulgación del Plan de Ayutla fuese inexistente la movilización popular o que México fuese un país conservador, sino que los conservadores lograron su superioridad gracias a su mejor organización política. La mayor eficiencia hizo posible los continuos retornos de Santa Anna a la presidencia. Por su parte, los liberales, además de los sonados fracasos de Gómez Farías también intentaron diversos levantamientos populares, algunos abiertamente separatistas como en el caso del tejano y el yucateco. Pero fueron ineficaces para aprovechar el apoyo popular que tenían.
Sin embargo, las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857 marcaron un cambio de rumbo diametral. Tanto la Guerra de Reforma (1858-1861) como la Segunda Intervención Francesa (1862-1867) contaron con un ánimo popular renovado en el bando de los liberales. Pero también con una dirección mucho más eficaz que en el pasado. Durante esa década de guerras en México, brillaron como figuras decisivas sujetos sociales como los chinacos, los zacapuaxtlas o las barraganas. Que no solamente integraron los ejércitos liberales, sino que también les dieron vida. Los cangrejos, Adiós mamá Carlota, Juan Pamuceno, El telele o la Marcha Zaragoza fueron piezas musicales que se difundieron ampliamente entre el pueblo mexicano.
Mucho se ha hablado del papel de Benito Juárez durante esas guerras, primero ejerciendo el gobierno desde el puerto de Veracruz, desde donde tomó una serie de decisiones que pese a poner en riesgo la soberanía nacional, pero que le permitieron mantener vigente la Constitución de 1857. En la segunda tuvo que instalar su gobierno en ciudades ubicadas cada vez más al norte del país, hasta que llegó a Paso del Norte, hoy Ciudad Juárez. Sin embargo, el triunfo de la República frente a un ejército mucho mejor armado y preparado sería absolutamente inexplicable si solamente nos referimos a Juárez, e incluso cuando incluyésemos a la serie de personajes liberales que conformaron su generación (los hermanos Lerdo de Tejada, Melchor Ocampo, José María Iglesias, Manuel Altamirano, Guillermo Prieto o Francisco Zarco). Quién realmente hizo posible que las fuerzas mexicanas derrotasen al ejército más poderoso del siglo XIX, haciendo quedar mal en el camino a Napoleón III, y sus aliados del Partido Conservador Mexicano, fue el propio pueblo mexicano que decidió empuñar las armas en contra de la intervención extranjera que había sido convocada por los terratenientes criollos.
La Reforma sentó las bases para el comienzo del desarrollo del capitalismo en México. Surgió una pequeña masa de propietarios que comenzó a invertir su capital en la maquinización de la industria, sobre todo durante la República Restaurada (1867-1876).
El desgaste de la Reforma: el porfiriato
Esa incipiente burguesía mexicana pronto fue seducida por los placeres de la vida palaciega que habían gozado, hasta antes de la Reforma, los terratenientes criollos. Para colmo la Ley Sobre Ocupación y Enajenación de Terrenos Baldíos promulgada en 1894 intensificó el interés de los burgueses por volverse terratenientes, lo que consolidó al latifundio como el modelo agrícola del país. A cambio de ello, durante la dictadura de Díaz se fomentó la inversión extranjera. Bajo tales condiciones, la burguesía terrateniente mexicana se convirtió en una facción de clase voluntariamente subordinada a los intereses del capital extranjero.
Desde la perspectiva del pueblo, el triunfo de la facción porfirista con el Plan de Tuxtepec fue gracias a la simpatía entre los mexicanos que había alcanzado el héroe de la batalla del 2 de abril. En contraste, Sebastián Lerdo de Tejada había malgastado el prestigio que construyó su hermano Miguel como uno de los liberales más admirables. Ese contexto posibilitó que, salvo los pueblos indígenas y los lerdistas, durante los primeros años del porfiriato, la oposición ante la dictadura careció de fuerza.
La amplia polarización de la sociedad mexicana entre una burguesía imperialista que se apropió de los ramos estratégicos de la economía mexicana, y con ello de la mejor tasa de ganancia, respaldada por una parasitaria burguesía terrateniente que prefirió convertirse en vasalla del imperialismo para no correr con los riesgos de la inversión propia, por un lado. Por el otro, la gran masa de la población mexicana se encontraba en condiciones de miseria extrema. Los campesinos, tanto mestizos como indígenas, se encontraron relegados a condiciones de servidumbre que rallaban en la esclavitud. En la industria, las condiciones laborales eran prácticamente inexistentes, la propia legislación emanada de la Constitución de 1857 carecía de elementos que permitiesen proteger los derechos de los trabajadores, por el contrario, más bien favorecían sin recato la explotación y opresión de la clase obrera. El lento avance del desarrollo de las fuerzas productivas, contrariamente a la explotación que padecía el proletariado industrial, se reflejó en el lento crecimiento de la capacidad organizativa de los trabajadores. Si bien las ideas del mutualismo promovido por el Gran Círculo de Obreros de México (GCOM), organización de tendencia anarquista, fueron un salto enorme en el desarrollo de la consciencia de clase, no alcanzaban para traspasar los límites de un proletariado dispuesto a la lucha como clase social. Al menos no directamente. La experiencia de los trabajadores en la lucha política se dio por fuera de los centros de trabajo, de ahí que sus demandas fuesen más políticas que económicas. Así, al interior de una muy pequeña y raquítica aristocracia obrera mexicana, principalmente conformada por profesionistas. A comienzos del siglo XX esos cuadros comenzaron a imponerse la labor de reconstrucción del Partido Liberal Mexicano (PLM), principalmente la gente encabezada por Camilo Arriaga en el Club Liberal Ponciano Arriaga de San Luis Potosí. La formación de organizaciones políticas opositoras al porfiriato no solamente exhibieron el desgaste que ya padecía la dictadura, sino también el grado de descomposición económico-social del liberalismo decimonónico. La Constitución de 1857 ya era más un obstáculo para el desarrollo de las fuerzas productivas que una base jurídica.
La Constitución de 1917, una reforma del pueblo
El trabajo que militantes del PLM como los hermanos Flores Magón, Librado Rivera, Juan Sarabia, Antonio Díaz Soto y Gama, Antonio I. Villareal, Juan José Ríos, Manuel M. Diéguez, Esteban Baca Calderón, Hilario C. Salas, Cándido Donato Padua, José Neira Gómez y Juan Olivar, rindió sus frutos tanto en los centros fabriles como en las zonas agrícolas. Las huelgas en la Cananea Consolidated Copper Company, en Cananea, Sonora (junio de 1906); la Rebelión de Acayucan en la zona agrícola del sur de Veracruz, en septiembre de 1906 y la huelga de la fábrica de tejidos de Río Blanco, Veracruz, en enero de 1907; fueron acontecimientos que dejaron al descubierto que ya el pueblo mexicano no comulgaba con el país que habían construido los científicos porfiristas.
La ausencia de salidas democráticas al hartazgo social, conjugado con la creciente capacidad organizativa de la oposición a la dictadura derivó en el estallido de la Revolución Mexicana el 20 de noviembre de 1910. En unos cuantos meses Porfirio Díaz fue depuesto como presidente de México, ello gracias a la participación masiva del pueblo mexicano. Sobre todo en el norte del país.
Sin embargo, el hecho de que el alzamiento armado fuese encabezado por personajes que provenían de la misma burguesía mexicana que se formó al amparo de la Reforma entró rápidamente en contradicción con los intereses de las clases subsumidas. Recuérdese que se trataba de capitalistas que rápido habían perdido su ánimo industrializador para sustituirlo por ser colaboradores del capital extranjero. El propio Francisco I. Madero representaba a esos empresarios provenientes de una familia que amasó su fortuna respaldados por el liberalismo heredero de 1857.
El que el gobierno de Madero quedase atrapado entre las exigencias de las comunidades agrarias del norte y centro-sur del país, encabezadas por Pascual Orozco y Emiliano Zapata, respectivamente, y las presiones ejercidas por los resabios del porfiriato en las personas de Félix Díaz, Bernardo Reyes y Victoriano Huerta. El derrocamiento de Madero en febrero de 1913 no fue solamente el resultado de la impericia política del presidente, sino que es el hecho en el que se sintetizó la lucha de clases de toda una etapa de la historia mexicana. La decadencia de la hegemonía de la oligarquía terrateniente criolla contra el surgimiento de una clase obrera, industrial y agrícola, con una disposición revolucionara cada vez más madura. En medio, una endeble burguesía industrial con la pretensión de construir el mercado interno, pero que aún era demasiado inexperta para ejercer el gobierno con firmeza: la candidez como característica de tal clase.
Las siguientes fases de la revolución mexicana, la guerra civil en contra de la dictadura de Victoriano Huerta y la lucha entre los partidarios del Ejército Constitucionalista contra los de la Convención Nacional Democrática, fueron marcadas por la consolidación de las dos nuevas clases. Los capitalistas industriales lograron desplazar a la oligarquía criolla, mientras que el proletariado se consolidó organizativamente tanto en las ciudades como en el campo. En Memoria 5: Apunte sobre el sindicalismo en México ya mencioné que fue precisamente en el contexto de la derrota del huertismo que se fundaron los sindicatos más antiguos en el país: el de electricistas y el de tranviarios. Además, las ideas agrarias del floresmagonismo fueron retomadas por el zapatismo para plasmarse en el Plan de Ayala, con lo cuál el agrarismo obtuvo mayor profundidad de contenido político.
La herencia de la Constitución de 1917
Pese a que las victorias Constitucionalistas en las batallas de Celaya, en 1915, definieron el triunfo de una burguesía nacional que perseguía crear un mercado interno en México, dejando relegados a los obreros y campesinos, en la redacción de la Constitución de 1917, promulgada el 5 de febrero de 1917 en la ciudad de Querétaro, se incluyeron artículos que significaron grandes avances para el proletariado.
El artículo 27 retomó los fundamentos del Plan de Ayala al incorporar la propiedad comunal, o ejido, que sentó las bases para la reforma agraria. Por su parte, parte del programa del PLM fue retomado por los constitucionalistas de 1916-1917 para redactar el artículo 123. Al paso del tiempo, la implementación de los postulados de esa nueva Carta Magna fueron el complemento que realmente permitió el despegue del mercado interno mexicano. El reparto de tierras permitió que el país fuese autosuficiente en la producción de alimentos. La nacionalización de los recursos estratégicos garantizó el abasto de materias primas. El establecimiento de límites a la explotación de los capitalistas sobre los trabajadores en México obligó a los empresarios a mejorar los medios de producción, lo que hizo que se enfocasen en la generación de plusvalor relativo. Ni el milagro mexicano, ni la implementación de la sustitución de importaciones, ni la nacionalización de las industrias petrolera y eléctrica pueden comprenderse si no es mediante la comprensión de los efectos jurídicos que tuvo la aplicación de la nueva Constitución. A su vez, es imposible concebir la existencia de esa Ley Suprema sin tener claro que su elaboración fue, antes que nada, el resultado de la participación masiva del pueblo en las organizaciones revolucionarias, no por la gracia de un pequeño grupo de caudillos que, en efecto, les tocó el papel de tomar las decisiones, pero todo dirigente es inútil si no hay una porción amplia del pueblo que le siga, o al menos no esté en su contra.
¿Vigente?
Desde su promulgación en 1917, la Constitución ha sufrido muchos cambios, una innumerable cantidad de reformas que en ocasiones parecería que la han desfigurado por completo. Sin embargo, el espíritu de la mayor parte se mantiene más o menos en la línea original de generar las condiciones indispensables para el desarrollo de las fuerzas productivas en México. Sin embargo, hay que tener en consideración un par de asuntos. Primero, la del ’17 es una Constitución que le dio a la Revolución Mexicana un carácter democrático burguesa. Ello implica que como tal, el movimiento popular fue aprovechado por la burguesía industrial para liquidar a la terrateniente e imponer en la sociedad un programa que económicamente desarrolla la industrialización y políticamente asienta las bases de la democracia indirecta, la democracia representativa. Formalmente, los procesos electorales han sido el mecanismo para conformar el gobierno. Tales mecanismos han sido, a diferencia de otras naciones, fundamentados en el voto directo del electorado.
Segundo, el desarrollo de las fuerzas productivas en el país, gracias al marco jurídico constitucional, alcanzó su punto máximo hacia finales de los años 1970 e inicios de la década de 1980. Después de ello, las medidas por reformar el mercado interno han derivado en el lento pero constante deterioro de las fuerzas productivas, pues al favorecer la exportación de capitales no se aplican medidas para capitalizar las ganancias que éste rinde, por el contrario, las ganancias terminan siendo exportadas hacia el país de origen del capital.
Esos elementos nos hablan que ninguna revolución en México es posible si no incluye la liquidación de la Constitución de 1917. La defensa de éste implica retomar el camino del populismo burgués, lo cual definitivamente es menos malo que el camino del neoliberalismo, pero no basta.
La historia nos enseña que frente al modelo de acumulación neoliberal la Constitución creada por el pueblo después de largas guerras es un instrumento de resistencia. Pero para la clase trabajadora el camino de la revolución es la construcción de una nueva Constitución popular.